Llega el otoño. Llega el mal tiempo, la lluvia, los temporales y, ya pronto, la nieve y el frío. En la naturaleza el otoño es la estación en que casi todo se acaba: los bosques detienen su actividad y se apagan, tras unas semanas de destellos; las aves migrantes se marchan a África o llegan, con muchas prisas, para detenerse en algún refugio antes de que les alcance el frío. Los rebaños trashumantes bajan al sur.
Vamos a hacer un recorrido de norte a sur, de octubre a diciembre, por algunos de los principales acontecimientos que jalonan el paisaje de la estación que ahora comienza.
Los hay que casi ni esperan a que entren los nuevos tiempos para despedirse hasta el año que viene. Las marmotas, por ejemplo, aprovechan los días despejados de los veranillos de finales de septiembre, en torno al día de San Miguel, para engordar un poco más. Los silbidos penetrantes de estos rechonchos roedores callarán con la primera nevada por las montañas pirenaicas, cuando se enterrarán en sus huras para pasar, dormidas como marmotas, el letargo invernal.
Día a día van llegando las aves invernantes, huyendo de los fríos más tempranos del norte y de la falta de alimento que eso supone. Oleadas de aves acuáticas siguen con su viaje por etapas, encadenando lagunas, embalses, estuarios, albuferas y marismas, es donde encuentran refugios cigüeñuelas, cercetas, azulones y avefrías, de voz quejumbrosa. Muchas avefrías, unas aves que llevan en el nombre el aviso de lo que se nos viene encima.
Pero en estos tiempos de finales también los hay que empiezan. Ya podemos oir los bramidos de los ciervos en celo, apareándose justo entonces para hacer coincidir el final de la gestación y el nacimiento de las crías con la abundancia de la próxima primavera. En unas semanas los gamos les seguirán en un ritual, la ronca, un episodio sonoro ciertamente menos agraciado que el de los venados.
El mal tiempo avanza y un telón de hielo cae sobre la península. En noviembre le llega el turno del celo a las cabras montesas,, en Gredos, a primera hora de la mañana es fácil sorprender a los rebaños de hembras, pastando indiferentes, mientras dos machos andan a topetazos.
Arriba, en el cielo, los trompeteos de las bandadas de grullas avisan de la inminencia de los fríos. Vuelan en largos cordones, muchas veces en forma de V, y dejan tras de sí un rastro sonoro audible mucho después perderse a la vista. Abajo, los rebaños de ovejas trashumantes corren apelotonadas, envueltas en el tintineo de cencerros, esquilas, zumbas y piquetas. Los ovejas llevan el mismo rumbo que las grullas, hacia el refugio de las dehesas de Extremadura. El impulso migratorio está en los animales. Los pastores, según una creencia arraigada y seguramente bien fundada, se limitan a seguir al rebaño por las rutas de la trashumancia.
Más al sur, más tarde, en pleno diciembre, en mitad de la noche y en el momento más oscuro del año, una llamada misteriosa resuena en unos cortados rocosos, una pareja de búhos reales llama a la noche, “ayla”, según el término vernáculo. Y lo hace tan temprano, cuando la mayoría de los invernantes aún no ha terminado de asentarse para pasar la mala estación.
Semanas más tarde, con el solsticio de invierno a la vista, un grito aislado rasga la oscuridad. Para muchas aves acuáticas el largo periplo hacia el sur concluye, en las marismas del Guadalquivir. Un ganso silvestre grita en el silencio de la noche, y la lámina de agua amplifica su voz, la transmite a larga distancia. Otros gansos responden, y unas grullas arrullan en su dormidero. Será a partir de entonces cuando, de verdad, lleguen los fríos.
Vamos a hacer un recorrido de norte a sur, de octubre a diciembre, por algunos de los principales acontecimientos que jalonan el paisaje de la estación que ahora comienza.
Los hay que casi ni esperan a que entren los nuevos tiempos para despedirse hasta el año que viene. Las marmotas, por ejemplo, aprovechan los días despejados de los veranillos de finales de septiembre, en torno al día de San Miguel, para engordar un poco más. Los silbidos penetrantes de estos rechonchos roedores callarán con la primera nevada por las montañas pirenaicas, cuando se enterrarán en sus huras para pasar, dormidas como marmotas, el letargo invernal.
Día a día van llegando las aves invernantes, huyendo de los fríos más tempranos del norte y de la falta de alimento que eso supone. Oleadas de aves acuáticas siguen con su viaje por etapas, encadenando lagunas, embalses, estuarios, albuferas y marismas, es donde encuentran refugios cigüeñuelas, cercetas, azulones y avefrías, de voz quejumbrosa. Muchas avefrías, unas aves que llevan en el nombre el aviso de lo que se nos viene encima.
Pero en estos tiempos de finales también los hay que empiezan. Ya podemos oir los bramidos de los ciervos en celo, apareándose justo entonces para hacer coincidir el final de la gestación y el nacimiento de las crías con la abundancia de la próxima primavera. En unas semanas los gamos les seguirán en un ritual, la ronca, un episodio sonoro ciertamente menos agraciado que el de los venados.
El mal tiempo avanza y un telón de hielo cae sobre la península. En noviembre le llega el turno del celo a las cabras montesas,, en Gredos, a primera hora de la mañana es fácil sorprender a los rebaños de hembras, pastando indiferentes, mientras dos machos andan a topetazos.
Arriba, en el cielo, los trompeteos de las bandadas de grullas avisan de la inminencia de los fríos. Vuelan en largos cordones, muchas veces en forma de V, y dejan tras de sí un rastro sonoro audible mucho después perderse a la vista. Abajo, los rebaños de ovejas trashumantes corren apelotonadas, envueltas en el tintineo de cencerros, esquilas, zumbas y piquetas. Los ovejas llevan el mismo rumbo que las grullas, hacia el refugio de las dehesas de Extremadura. El impulso migratorio está en los animales. Los pastores, según una creencia arraigada y seguramente bien fundada, se limitan a seguir al rebaño por las rutas de la trashumancia.
Más al sur, más tarde, en pleno diciembre, en mitad de la noche y en el momento más oscuro del año, una llamada misteriosa resuena en unos cortados rocosos, una pareja de búhos reales llama a la noche, “ayla”, según el término vernáculo. Y lo hace tan temprano, cuando la mayoría de los invernantes aún no ha terminado de asentarse para pasar la mala estación.
Semanas más tarde, con el solsticio de invierno a la vista, un grito aislado rasga la oscuridad. Para muchas aves acuáticas el largo periplo hacia el sur concluye, en las marismas del Guadalquivir. Un ganso silvestre grita en el silencio de la noche, y la lámina de agua amplifica su voz, la transmite a larga distancia. Otros gansos responden, y unas grullas arrullan en su dormidero. Será a partir de entonces cuando, de verdad, lleguen los fríos.