RELATOS AL ATARDECER-CXLVIII.
UNIÓN Y DIVISIÓN. La formulación de todas nuestras intenciones repercute en lo que la vida nos lleva a conocer. Muchas personas militan contra una idea, luchan contra una enfermedad, o combaten al que identifican como enemigo. Este emplazamiento, brevemente descrito, les procura un ilusorio sentimiento de justicia y de razón, repeliendo en los demás lo que rehúsan ver en ellos mismos. Es el origen de todas las guerras y confrontaciones, en las que cada parte está íntimamente convencida de poseer la verdad y de luchar por una buena causa. El ser humano milita mucho, defendiendo un concepto, una casta, una clase social o religiosa, política.... Promoviendo, sin embargo, demasiado a menudo, la desunión.
Muy pronto, desde que nacemos, los juegos grupales nos enseñan que para ganar es necesario que el otro pierda. Los deportes de equipo retoman ampliamente esta filosofía combativa, a veces hasta el fanatismo. Luego, la vida profesional toma el relevo. Toda noción de promoción conlleva exclusiones. Y la vida política añade, también, su granito. Para defender los ideales, hay que acallar a los oponentes. Así, la mayor parte de la gente se enreda y derrocha toda su energía en una competición absurda y ridícula que, al final de la vida, no les ha aportado nada sustancioso, sino solo una visión del mundo repugnante e impregnado de amargura, visión que con empeño han construido sobre la base de la división.
Todo lo que divide nos debilita, nos agota y termina irremediablemente por volverse contra nosotros. Lo que une nos vuelve más fuertes. Finalmente, solo luchamos contra nosotros mismos hasta el agotamiento. Todo lo que creemos combatir en el otro está en nuestro interior. La única persona del mundo a la que podemos cambiar es la que nos habita. Y cuando nuestra visión cambia, todo lo que nos rodea se ilumina de otra forma. La realidad no es sino el reflejo de nuestra mirada.
Nuestra íntima verdad nos pertenece, no hay necesidad de imponerla al prójimo, sino solo compartirla, siempre y cuando haya voluntad recíproca. No sabemos lo que es bueno para el otro, ni lo que ha elegido vivir. Lo que a nuestros ojos puede parecer un comportamiento destructivo, puede acabar siendo una experiencia llena de sentido.
Podemos, en cualquier instante de nuestra vida, pasar de la división a la unión. En lugar de crear fosas, valles y hasta abismos, podemos unir, reunir. Ahí está toda la diferencia. En lugar de aplastar o combatir, movidos por un temor delirante, nos ponemos a unificar en la paz, para nosotros y para los demás.
Abrir el corazón, con el fin último de unir es el mejor regalo que podemos ofrecernos.
UNIÓN Y DIVISIÓN. La formulación de todas nuestras intenciones repercute en lo que la vida nos lleva a conocer. Muchas personas militan contra una idea, luchan contra una enfermedad, o combaten al que identifican como enemigo. Este emplazamiento, brevemente descrito, les procura un ilusorio sentimiento de justicia y de razón, repeliendo en los demás lo que rehúsan ver en ellos mismos. Es el origen de todas las guerras y confrontaciones, en las que cada parte está íntimamente convencida de poseer la verdad y de luchar por una buena causa. El ser humano milita mucho, defendiendo un concepto, una casta, una clase social o religiosa, política.... Promoviendo, sin embargo, demasiado a menudo, la desunión.
Muy pronto, desde que nacemos, los juegos grupales nos enseñan que para ganar es necesario que el otro pierda. Los deportes de equipo retoman ampliamente esta filosofía combativa, a veces hasta el fanatismo. Luego, la vida profesional toma el relevo. Toda noción de promoción conlleva exclusiones. Y la vida política añade, también, su granito. Para defender los ideales, hay que acallar a los oponentes. Así, la mayor parte de la gente se enreda y derrocha toda su energía en una competición absurda y ridícula que, al final de la vida, no les ha aportado nada sustancioso, sino solo una visión del mundo repugnante e impregnado de amargura, visión que con empeño han construido sobre la base de la división.
Todo lo que divide nos debilita, nos agota y termina irremediablemente por volverse contra nosotros. Lo que une nos vuelve más fuertes. Finalmente, solo luchamos contra nosotros mismos hasta el agotamiento. Todo lo que creemos combatir en el otro está en nuestro interior. La única persona del mundo a la que podemos cambiar es la que nos habita. Y cuando nuestra visión cambia, todo lo que nos rodea se ilumina de otra forma. La realidad no es sino el reflejo de nuestra mirada.
Nuestra íntima verdad nos pertenece, no hay necesidad de imponerla al prójimo, sino solo compartirla, siempre y cuando haya voluntad recíproca. No sabemos lo que es bueno para el otro, ni lo que ha elegido vivir. Lo que a nuestros ojos puede parecer un comportamiento destructivo, puede acabar siendo una experiencia llena de sentido.
Podemos, en cualquier instante de nuestra vida, pasar de la división a la unión. En lugar de crear fosas, valles y hasta abismos, podemos unir, reunir. Ahí está toda la diferencia. En lugar de aplastar o combatir, movidos por un temor delirante, nos ponemos a unificar en la paz, para nosotros y para los demás.
Abrir el corazón, con el fin último de unir es el mejor regalo que podemos ofrecernos.