RELATOS AL ATARDECER-CCLXXIV
EL INVENTARIO DEL ABUELO. Aquel día lo vi distinto. Tenía la mirada enfocada en lo distante. Casi ausente. Pienso ahora que tal vez presentía que ese era el último día de su vida. Me aproximé y le dije. Buenos días, abuelo. Y él extendió su silencio. Me senté junto a su sillón y, después de un misterioso instante, exclamó: Hoy es día de inventario, hijo. ¿Inventario? pregunté sorprendido. Sí, el inventario de las cosas perdidas, me contestó con cierta energía y, no sé si con tristeza o alegría. Y prosiguió. Del lugar de donde yo vengo, las montañas quiebran el cielo como monstruosas presencias constantes. Siempre tuve deseos de escalar la más alta. Nunca lo hice, no tuve el tiempo ni la voluntad suficiente.
Recuerdo también a Mara, aquella chica que amé en silencio durante cuatro años. Hasta que un día se marchó del pueblo, sin yo saberlo. También estuve a punto de estudiar ingeniería, pero mis padres no pudieron pagarme los estudios. Además, el trabajo en la carpintería de mi padre no me permitía viajar. Tantas cosas no concluidas. Tantos amores no declarados. Tantas oportunidades perdidas. Luego, su mirada se hundió aún más en el vacío y se humedecieron sus ojos.
Pero continuó. En los treinta años que estuve casado con Rita, creo que sólo cuatro o cinco veces le dije "te amo". Después de un breve silencio, regresó de su viaje mental y, mirándome a los ojos, me dijo: Este es mi inventario de las cosas perdidas, la revisión de mi vida. A mí ya no me sirve. A ti sí. Te lo dejo como regalo para que puedas hacer tu inventario a tiempo. Luego, con cierta alegría en el rostro, continuó con entusiasmo.
¿Sabes qué he descubierto en estos días? ¿Qué abuelo? Aguardó unos segundos y no contestó, sólo me interrogó nuevamente. Cuál es el pecado más grave en la vida de un hombre. La pregunta me sorprendió, y sólo atiné a decir con inseguridad. No lo había pensado. Supongo que matar a otros seres humanos, odiar al prójimo, tener malos pensamientos, tal vez.
Su cara reflejaba negativa. Me miró intensamente, como remarcando el momento, y en tono grave y firme señaló. El pecado más grave en la vida de un ser humano es el pecado por "omisión" y, lo más doloroso es descubrir las cosas perdidas sin tener tiempo para encontrarlas y recuperarlas.
Mi abuelo murió aquella misma tarde. Al día siguiente, después del entierro del abuelo, regresé temprano a casa para hacer con calma mi propio "inventario" de las cosas perdidas, de las cosas no dichas, del afecto no manifestado y empezar a ponerle remedio.
EL INVENTARIO DEL ABUELO. Aquel día lo vi distinto. Tenía la mirada enfocada en lo distante. Casi ausente. Pienso ahora que tal vez presentía que ese era el último día de su vida. Me aproximé y le dije. Buenos días, abuelo. Y él extendió su silencio. Me senté junto a su sillón y, después de un misterioso instante, exclamó: Hoy es día de inventario, hijo. ¿Inventario? pregunté sorprendido. Sí, el inventario de las cosas perdidas, me contestó con cierta energía y, no sé si con tristeza o alegría. Y prosiguió. Del lugar de donde yo vengo, las montañas quiebran el cielo como monstruosas presencias constantes. Siempre tuve deseos de escalar la más alta. Nunca lo hice, no tuve el tiempo ni la voluntad suficiente.
Recuerdo también a Mara, aquella chica que amé en silencio durante cuatro años. Hasta que un día se marchó del pueblo, sin yo saberlo. También estuve a punto de estudiar ingeniería, pero mis padres no pudieron pagarme los estudios. Además, el trabajo en la carpintería de mi padre no me permitía viajar. Tantas cosas no concluidas. Tantos amores no declarados. Tantas oportunidades perdidas. Luego, su mirada se hundió aún más en el vacío y se humedecieron sus ojos.
Pero continuó. En los treinta años que estuve casado con Rita, creo que sólo cuatro o cinco veces le dije "te amo". Después de un breve silencio, regresó de su viaje mental y, mirándome a los ojos, me dijo: Este es mi inventario de las cosas perdidas, la revisión de mi vida. A mí ya no me sirve. A ti sí. Te lo dejo como regalo para que puedas hacer tu inventario a tiempo. Luego, con cierta alegría en el rostro, continuó con entusiasmo.
¿Sabes qué he descubierto en estos días? ¿Qué abuelo? Aguardó unos segundos y no contestó, sólo me interrogó nuevamente. Cuál es el pecado más grave en la vida de un hombre. La pregunta me sorprendió, y sólo atiné a decir con inseguridad. No lo había pensado. Supongo que matar a otros seres humanos, odiar al prójimo, tener malos pensamientos, tal vez.
Su cara reflejaba negativa. Me miró intensamente, como remarcando el momento, y en tono grave y firme señaló. El pecado más grave en la vida de un ser humano es el pecado por "omisión" y, lo más doloroso es descubrir las cosas perdidas sin tener tiempo para encontrarlas y recuperarlas.
Mi abuelo murió aquella misma tarde. Al día siguiente, después del entierro del abuelo, regresé temprano a casa para hacer con calma mi propio "inventario" de las cosas perdidas, de las cosas no dichas, del afecto no manifestado y empezar a ponerle remedio.