Poco a poco va refrescando y comienzan a fluir las cervezas y las conversaciones. Un concejal socialista recién salido del pleno recuerda algún episodio de cuando venían los inspectores de Trabajo al pueblo y todos los que estaban dados de alta como empleados del Ayuntamiento acudían a la plaza a hacer cómo que trabajaban. “Todos somos culpables, el 80% del pueblo se ha beneficiado”, dice otro socialista, cuñado del imputado José Villegas. Un empresario venido a menos menciona que quizá fue demasiado llamativo lo del Audi del antiguo alcalde, sus tres chalés, las llamadas a su novia en Brasil con el teléfono del Ayuntamiento... La casualidad quiso que los acabara casando en Trujillo la misma juez que investiga sus tejemanejes. “En el fondo, ese hombre es un mochuelo, como le decimos aquí. No era consciente de lo que estaba haciendo”, dice el empresario. Y da un trago a su cerveza negra.
La factura del móvil municipal del mes de mayo de 2007 sumó 1.157 euros en llamadas internacionales. Fue lo primero que levantó la sospecha de Adrián González, o eso dice. El cabrero acababa de entrar en el Ayuntamiento como concejal socialista, en las filas de Villegas. Lo nombraron tesorero y teniente de alcalde. Comenzó a ver cosas raras, como la factura telefónica, aunque tampoco le dejaban husmear demasiado. En febrero del año siguiente, por intercalar otro momento llamativo, le preguntó al alcalde José Villegas cómo hacía para mantener a raya a la oposición. Villegas le respondió (según González): “Muy sencillo, di de alta al marido de la portavoz del PP”. Poco después, el ganadero se presentó ante los barones regionales del PSOE con documentos que apuntaban ciertos fraudes. Villegas fue separado del partido. Adrián González lo relevó en la alcaldía a finales de julio de 2008. A principios de agosto, sonó el timbre de su casa. Era un vecino del pueblo. Venía a preguntar cuándo le daba de alta en la Seguridad Social. “Como es usted el nuevo alcalde…”, le dijo. No fue el único. Una semana más tarde denunció ante la Fiscalía sin saber toda la mugre que podía emerger de un pueblo de 500 habitantes. Uno de esos días, se levantó de madrugada y acudió a la colina donde guarda sus cabras. Las llamas no habían alcanzado aún las pacas de alfalfa y pudo apagarlas.
El último regidor, pastor de profesión, denunció los hechos en la fiscalía. Apagó las llamas antes de que su granja ardiera
“ ¿Es gordo o no?”, pregunta González en la penumbra de su casa. Una parte del pueblo lo apoya, otra se le ha vuelto en contra. Sale lo mínimo. Sus hijos vuelven del colegio con preguntas incómodas. Por si acaso, él y su familia acuden al consultorio médico del pueblo de al lado. Sobre la mesa del comedor abre una carpeta con papeles y recortes de prensa. Documentos y cifras que ha ido guardando. En enero de 2010 el pueblo acumulaba una deuda de 2,9 millones de euros con la Seguridad Social, según un informe. “De 1997 a 2007 [todo el mandato de Villegas] no se pagó un duro”, dice el cabrero. Con esa cifra se puede hacer un cálculo rápido. Sale a unas 70 personas dadas de alta de media cada mes. No siempre eran los mismos, según la hipótesis de la investigación. A unos se les contrataba en junio, a otros en julio y así sucesivamente. Incluso hubo 50 magrebíes cotizando un tiempo, aunque nunca pisaron el pueblo. A muchos solo se les daba de alta unos días, los justos para acceder al subsidio agrario. Y, mientras tanto, el Ayuntamiento retenía la cotización a la Seguridad Social. Pero no lo ingresaba en las arcas públicas. Se esfumaba. Igual que las subvenciones y ayudas a proyectos que nunca existieron. Pero había trabajo. Una burbuja de pleno empleo. Todos contentos. Y en silencio.
El polideportivo fue pagado dos veces. En la primera ocasión, el dinero no llegó nunca a la empresa constructora
“Estas ocurren cuando llega un dinero sin haberlo sudado”, dice Damián Ceballos. Regenta el bar-discoteca donde se divertía la corte de Mónaco. Su padre fue el primer alcalde de la democracia, Juan Ceballos, el hombre que logró colocar al municipio en el mapa. Un socialista peleón. Respetado. Un espectro intachable cuya larga sombra pasea aún por los callejones. “Si te viera Juan Ceballos…”, dicen aún algunos. Con él llegó la canalización de aguas y los vecinos dejaron de hacer sus necesidades en la fuente. Viajó a Madrid y Bruselas reclamando ayudas para el campo. Impulsó la cooperativa textil, la granja de gallinas, la residencia de ancianos, la biblioteca construida en un viejo cuartel de la Guardia Civil. Ideó un modelo de desarrollo. Murió de leucemia en 1996. No había cumplido 50 años. Nunca tuvo sueldo de alcalde. Le sucedió José Villegas, su delfín. “Y de ser un pueblo modélico, todo quedó congelado. Pasamos de aprovechar hasta la cara B de los folios a las facturas de Brasil”. Damián muestra un reportaje de prensa sobre su padre. “Ha conseguido casi erradicar el paro de su pueblo”, se lee en un destacado. Aunque poco antes de morir, recuerda su hijo, Ceballos repetía como una premonición: “ ¿Hasta cuándo va a durar la anestesia de Europa?”.
La anestesia. En este pueblo, uno tiene la sensación de recorrer una España a escala. El símbolo de algo que pudo ser y pinchó a medio camino. La fiebre del dinero barato. Las ayudas al desarrollo dilapidadas. La confusión entre lo público y lo privado, sea con un teléfono municipal o con viajes de ocio a Puerto Banús, como los de Carlos Dívar. La deuda se renegocia en Madrid y no en Bruselas. Y el alcalde viaja a la capital en autobús y se entrevista con “unos señores de traje” que hacen “cuentas en una calculadora”. Lo recuerda Adrián González junto a su ganado. Por el camino que linda con su parcela va un hombre con sombrero de paja. Sus pisadas levantan polvo como una interrogación en la tarde. Mira de reojo. No pierde detalle. Es un policía nacional al que trasladaron hace unos años a Cáceres. Se vino a vivir a Plasenzuela. La casualidad lo colocó al frente del caso. Como si fuera el sheriff, las cabras oscuras lo siguen desde el redil con mirada ausente.
La factura del móvil municipal del mes de mayo de 2007 sumó 1.157 euros en llamadas internacionales. Fue lo primero que levantó la sospecha de Adrián González, o eso dice. El cabrero acababa de entrar en el Ayuntamiento como concejal socialista, en las filas de Villegas. Lo nombraron tesorero y teniente de alcalde. Comenzó a ver cosas raras, como la factura telefónica, aunque tampoco le dejaban husmear demasiado. En febrero del año siguiente, por intercalar otro momento llamativo, le preguntó al alcalde José Villegas cómo hacía para mantener a raya a la oposición. Villegas le respondió (según González): “Muy sencillo, di de alta al marido de la portavoz del PP”. Poco después, el ganadero se presentó ante los barones regionales del PSOE con documentos que apuntaban ciertos fraudes. Villegas fue separado del partido. Adrián González lo relevó en la alcaldía a finales de julio de 2008. A principios de agosto, sonó el timbre de su casa. Era un vecino del pueblo. Venía a preguntar cuándo le daba de alta en la Seguridad Social. “Como es usted el nuevo alcalde…”, le dijo. No fue el único. Una semana más tarde denunció ante la Fiscalía sin saber toda la mugre que podía emerger de un pueblo de 500 habitantes. Uno de esos días, se levantó de madrugada y acudió a la colina donde guarda sus cabras. Las llamas no habían alcanzado aún las pacas de alfalfa y pudo apagarlas.
El último regidor, pastor de profesión, denunció los hechos en la fiscalía. Apagó las llamas antes de que su granja ardiera
“ ¿Es gordo o no?”, pregunta González en la penumbra de su casa. Una parte del pueblo lo apoya, otra se le ha vuelto en contra. Sale lo mínimo. Sus hijos vuelven del colegio con preguntas incómodas. Por si acaso, él y su familia acuden al consultorio médico del pueblo de al lado. Sobre la mesa del comedor abre una carpeta con papeles y recortes de prensa. Documentos y cifras que ha ido guardando. En enero de 2010 el pueblo acumulaba una deuda de 2,9 millones de euros con la Seguridad Social, según un informe. “De 1997 a 2007 [todo el mandato de Villegas] no se pagó un duro”, dice el cabrero. Con esa cifra se puede hacer un cálculo rápido. Sale a unas 70 personas dadas de alta de media cada mes. No siempre eran los mismos, según la hipótesis de la investigación. A unos se les contrataba en junio, a otros en julio y así sucesivamente. Incluso hubo 50 magrebíes cotizando un tiempo, aunque nunca pisaron el pueblo. A muchos solo se les daba de alta unos días, los justos para acceder al subsidio agrario. Y, mientras tanto, el Ayuntamiento retenía la cotización a la Seguridad Social. Pero no lo ingresaba en las arcas públicas. Se esfumaba. Igual que las subvenciones y ayudas a proyectos que nunca existieron. Pero había trabajo. Una burbuja de pleno empleo. Todos contentos. Y en silencio.
El polideportivo fue pagado dos veces. En la primera ocasión, el dinero no llegó nunca a la empresa constructora
“Estas ocurren cuando llega un dinero sin haberlo sudado”, dice Damián Ceballos. Regenta el bar-discoteca donde se divertía la corte de Mónaco. Su padre fue el primer alcalde de la democracia, Juan Ceballos, el hombre que logró colocar al municipio en el mapa. Un socialista peleón. Respetado. Un espectro intachable cuya larga sombra pasea aún por los callejones. “Si te viera Juan Ceballos…”, dicen aún algunos. Con él llegó la canalización de aguas y los vecinos dejaron de hacer sus necesidades en la fuente. Viajó a Madrid y Bruselas reclamando ayudas para el campo. Impulsó la cooperativa textil, la granja de gallinas, la residencia de ancianos, la biblioteca construida en un viejo cuartel de la Guardia Civil. Ideó un modelo de desarrollo. Murió de leucemia en 1996. No había cumplido 50 años. Nunca tuvo sueldo de alcalde. Le sucedió José Villegas, su delfín. “Y de ser un pueblo modélico, todo quedó congelado. Pasamos de aprovechar hasta la cara B de los folios a las facturas de Brasil”. Damián muestra un reportaje de prensa sobre su padre. “Ha conseguido casi erradicar el paro de su pueblo”, se lee en un destacado. Aunque poco antes de morir, recuerda su hijo, Ceballos repetía como una premonición: “ ¿Hasta cuándo va a durar la anestesia de Europa?”.
La anestesia. En este pueblo, uno tiene la sensación de recorrer una España a escala. El símbolo de algo que pudo ser y pinchó a medio camino. La fiebre del dinero barato. Las ayudas al desarrollo dilapidadas. La confusión entre lo público y lo privado, sea con un teléfono municipal o con viajes de ocio a Puerto Banús, como los de Carlos Dívar. La deuda se renegocia en Madrid y no en Bruselas. Y el alcalde viaja a la capital en autobús y se entrevista con “unos señores de traje” que hacen “cuentas en una calculadora”. Lo recuerda Adrián González junto a su ganado. Por el camino que linda con su parcela va un hombre con sombrero de paja. Sus pisadas levantan polvo como una interrogación en la tarde. Mira de reojo. No pierde detalle. Es un policía nacional al que trasladaron hace unos años a Cáceres. Se vino a vivir a Plasenzuela. La casualidad lo colocó al frente del caso. Como si fuera el sheriff, las cabras oscuras lo siguen desde el redil con mirada ausente.