Yo no tuve la suerte de gozar del agua que corre por todos los campos llenos de canales, con la fuentes o pozos circundantes al arroyo llenos de agua en pleno verano. ¡Qué mal lo pasábamos los que teníamos una pequeña huerta y veíamos como a medio regar habíamos de desaparejar la burrita de la noria porque los cangilones habían llegado al fondo del pozo y por más que mirabas sólo veías un pequeño hilito de agua que, con mucha paciencia, lo iría llenando un poquito para poder acabar el riego al día siguiente. Era tal la escasez que había que regar de madrugada o cuando el sol de la tarde ya se había ido. Daba gusto gozar de aquel airecito tan suave que aparecía como si tuviese miedo en aparecer. ¡Era tanto el calor que hacía durante el día...! ¿Recordáis aquel viento tan antipático al que le llamaban "el solano"? No todos los vientos eran bien recibidos por los que tenían la cosecha en el Ejido ya que, según el que soplase, permitía ventear o no el trigo y si venia la tormenta…. ¿Y qué me decís del gazpacho que comíamos en todas las comidas para aplacar el calor? Los que trabajaban todo el día en el campo llevaban la alforja con sendos cuernos de toro donde guardaban los elementos: sal, aceite y vinagre, junto con un botijo con una cara muy plana que permitía no romperse. Eso y unos curruscos duros de pan lograban el gazpacho de campo, un poco más pobre que el que se hacía en casa que aceptaba como condimentos trocitos de tomate, pimientos verdes y pepinos. Recuerdo que mi abuela lo hacía en un gran puchero con su tapadera, lo metía en una cesta y, con mucho cuidadito lo descolgaba en el pozo interior que teníamos en casa, procurado hundirlo lo justo para evitar que el puchero no recibiera el agua sosa. Y es que no teníamos nevera, ¿lo recordáis?. La fresquera era una alacena con una puertecita con tela metálica que impedía el paso de las moscas. Y ninguno de nosotros pedía bebidas refrescantes porque no había y, si acaso, alguna vez caía en nuestras manos una gaseosa que se había de abrir introduciendo el dedo pulgar para conseguir que el "bolindre" dejase salir el agua llena de burbujitas. Pero podríamos decir que a lo largo del año se podían contar con los dedos de una mano las que nos bebíamos y aún sobraban dedos: no había dinero. Yo recuerdo que el primer "helado de corte" lo probé con 9 años. Era un domingo: había muerto mi madre hacía pocos días y mi padre pensó que era necesario obtener un nuevo carnet de familia numerosa. Hubo de llamar a "Bolindres" que era el único del pueblo que tenía máquina de fotografiar y los domingos pasaba por las calles pregonando helados. En esa parada dominical nos hizo la foto y, como quiera que se nos iba la vista a la heladera, mipadre debió intuir que tato mi hermano, mi hermana Ángela yo yo daríamos cualquier cosa por saborear uno. Oímos las palabras de mi padre: "Dé Ud. a los niños un helado a cada uno". Miramos a nuestro padre para agradecer el gesto y no perdimos ojo en la elaboración: molde metálico, una galleta rectangular en su fondo, la paleta que recogía la masa helada y que depositaba en el molde, otra galleta en la parte superior y.... nuestras manos ya estaban abiertas para coger el preciado manjar. ¡Qué momentos tan preciosos y tan cortos! ¡Cómo los saboreamos! ¡Qué pronto se acabó! Creo que ninguno más me ha sabido como aquel primero.