De vez en cuando recibo noticias de Riolobos y contesto a nivel particular. sí lo he hecho, pero parte del contenido lo publico aquí. Va dedicado a todos en general, pero de manera especial a los que nacieron allá por la década del 1940-50 porque son experiencias que ellos han compartido conmigo. Ahí va:
"Ahora recuerdo que hace muchos años entablamos correspondencia entre el colegio de Riolobos y el mío y que se prolongó durante mucho tiempo de manera que algunas parejas llegaron a conocerse personalmente. Lástima que ya me haya jubilado y que eso haga que esté lejos del alumnado porque de seguir habríamos organizado otra a base de formar parejas con vuestros hijos y luego veríamos si los niños son siempre niños o ha habido una variación de una generación a otra.
Me alegra que os acordéis de mi aunque haga muchísimos años que marché, pero el rescoldo, el sentimiento de que salí de nuestro Riolobos nunca se me va a borrar. Pasé allí mis primeros años con la felicidad propia de un infante, hasta que murió mi madre y las cosas comenzaron a cambiar porque mi padre decidió que habíamos de marchar a estudiar a Madrid. Allí, en Riolobos, aprendí a relacionarme con los demás niños, a hablar extremeño cerrado que ahora ya se me ha ido y que cuando lo siento se me pone la carne de gallina. Sus montañas como las del Cerro del Tomillar, o las que había a la otra parte del arroyo me parecían altísimas y cuando volví me di cuenta que con tres zancadas podías acceder a la cima ¡Cómo se ven los accidentes geográficos cuando eres pequeños! Recuerdo las vacaciones de verano ampliamente aprovechadas desde la mañana a la noche ya que, aunque mi abuela se empeñaba en que hiciésemos la siesta, en el momento en que ella se dormía nos escurríamos de la cama y de puntillas los cinco nos congregábamos en el corral y allí pasábamos las horas más calurosas, con alguna escapada al arroyo para coger ranas en los pocos charcos que quedaban y "operarlas". Luego, un poco más avanzada la tarde comenzaban las comunicaciones de corral a base de silbidos: nosotros llamábamos a Luis el Cojo -hijo de la Tía Flora y Tomás el Herrador- o él nos llamaba a nosotros. Volvíamos a salir hacia el arroyo y allí hacíamos de las nuestras.
Otras de las diversiones que teníamos era irnos hacia El Ejido, al Bar de la Pista, a esperar que llegase la Empresa Mirat, que por las mañanas venía de Coria y por las tardes regresaba de Plasencia. Era un acontecimiento ver marchar o llegar al personal que iba o venía d la capital -Plasencia- con su ropaje dominical ya que el hecho de marchar del pueblo, aunque fuese por unas horas, requería ir vestido con la mejor ropa. Y qué caras de desilusión podíamos observar cuando más de uno de quedaba con su gozo en un pozo porque el cobrador iba haciendo bajar a los que no se podían acomodar sentados. Y es que se habían hecho la idea de hacer el viaje, no podían ir y habían perdido parte de la mañana. Era el único medio de locomoción, no había más que un solo coche particular, el de D. Francisco el veterinario, un señor muy bajito casado con una señora mucho más alta y fuerte que él.
Y también es difícil olvidar el paisaje que representaba el hecho de que todo el Ejido se hubiese parcelado para que todos los vecinos pudiesen instalar allí sus respectivas eras. Era un ir y venir desde casa a la era, desde la era a los campos con el carro y la yunta de bueyes a recoger la mies a los trozos segados y eso representaba que el bullicio comenzaba a eso de las cuatro o cinco de la mañana para regresar con tiempo y poder aprovechar el viento del solano que valía para aventar la cosecha trillada y así poder separar el trigo de la paja. ¿Y los niños? Los niños éramos felices si nos dejaban subir al trillo y dar vueltas y más vueltas en la parva, parando unos momentos para remover la paja a fin de que la que aún no estaba trinchada el trillo pudiese cumplir con su objetivo. A las doce o doce y media se paraba porque el calor era inaguantable y todos bajo un techo de paja aguantado con cuatro palos se comía a base de un gazpacho que la madre elaboraba sobre la marcha y alguna "tajada" que aún quedaba del a matanza y para postre, el melón de secano que era abundante delicioso. Luego se continuaba y el viento de la caída de la tarde se volvía aprovechar para volver a aventar. Y los niños, si no nos habían mandado a hacer puñetas y los mayores estaban en plan permisivo, nos dejaban montar a caballo, mulo o burro para llevarlos a beber a la laguna. Lo normal hubiera sido obedecer y hacer caso de los consejos de los mayores que nos decían que no había que hacer competiciones, que podíamos caer del animal y rompernos algún brazo, pero la mayoría de las veces, cuando estábamos alejados y pensábamos que nadie nos veía, la competición estaba montada, seguidos por los ladridos de los perros de los amos de los animales que animaban el cotarro. Y para acabar, los que tenían era en el Ejido, podían permitirse el lujo de dormir sobre la parva observando la luz de la luna o el Camino de Santiago del cual intentabas contar sus estrellas y nunca lo conseguías, Yo no tenía parcela y muy pocas veces me dejaron dormir al raso, cosa que envidiaba de los demás. Ahora, con la modernidad de la maquinaria agrícola han desaparecido las yuntas, las eras y todo aquello que, a pesar de ser tan laborioso, tenía su lado romántico. Nuestro Ejido dejó de ser Ejido y hoy lo vemos con un señor parque, un polideportivo, un Colegio que aún conserva el nombre que le pusieron mis padres -San José de Calasanz- y una gran zona de casas unifamiliares con su jardincito amplio y una sola planta. ¡Qué diferente al Ejido que yo me trillé a base de gastar sandalias o ruedas de bicicleta!. Y ya, para acabar con la época de la cosecha, decirte que en la época de mis años infantiles no teníamos agua corriente y el que tenía un pozo de agua -sosa- en su casa era un privilegiado. Eso te puede hacer pensar que las duchas o baños en la bañera eran inexistentes, ¿quieres saber lo que hacían los mozos cuando se acababa de cosechar? Se organizaba una "excursión" como ahora se dice al río Alagón con el fin de quitarse el polvo y el sudor acumulado de la temporada de la trilla. En llegar al río, se descabalgaba, cada uno procedía a quitarse la ropa y, a culo pajarero -en pelota brava- todo el mundo se lanzaba al agua, luego se salía, se secaba la gente al sol o como podía y cabalgando, cabalgando, cada uno a su casita limpio como los chorros del oro.
¿A qué vienen estas historias del siglo pasado, nunca mejor dicho? Pues simplemente... el recuerdo de esos primeros años vividos en ese pueblo que tú yo queremos. Tú en la proximidad, y yo en la lejanía. Tú, relativamente joven viviendo en la modernidad, yo con muchas décadas a mis espaldas recordando aquellos tiempos que ya no volverán.
Me has de perdonar porque vas a acabar cansada de tanta lectura, pero sé que las madres tenéis capacidad de aguante y por eso cuento con que me disculparás.
Ah, y quieres, imprímelo o léeselo a los mayores que estén cercanos a los setenta o pasen de ellos y ya verás cómo no te he contado ninguna mentira. Vosotros habéis gozado de una infancia riolobeña diferente a la nuestra, pero no por ello quiere decir que no fuésemos felices gozando como lo que éramos: unos niños.
Un abrazo.
Pedro.
"Ahora recuerdo que hace muchos años entablamos correspondencia entre el colegio de Riolobos y el mío y que se prolongó durante mucho tiempo de manera que algunas parejas llegaron a conocerse personalmente. Lástima que ya me haya jubilado y que eso haga que esté lejos del alumnado porque de seguir habríamos organizado otra a base de formar parejas con vuestros hijos y luego veríamos si los niños son siempre niños o ha habido una variación de una generación a otra.
Me alegra que os acordéis de mi aunque haga muchísimos años que marché, pero el rescoldo, el sentimiento de que salí de nuestro Riolobos nunca se me va a borrar. Pasé allí mis primeros años con la felicidad propia de un infante, hasta que murió mi madre y las cosas comenzaron a cambiar porque mi padre decidió que habíamos de marchar a estudiar a Madrid. Allí, en Riolobos, aprendí a relacionarme con los demás niños, a hablar extremeño cerrado que ahora ya se me ha ido y que cuando lo siento se me pone la carne de gallina. Sus montañas como las del Cerro del Tomillar, o las que había a la otra parte del arroyo me parecían altísimas y cuando volví me di cuenta que con tres zancadas podías acceder a la cima ¡Cómo se ven los accidentes geográficos cuando eres pequeños! Recuerdo las vacaciones de verano ampliamente aprovechadas desde la mañana a la noche ya que, aunque mi abuela se empeñaba en que hiciésemos la siesta, en el momento en que ella se dormía nos escurríamos de la cama y de puntillas los cinco nos congregábamos en el corral y allí pasábamos las horas más calurosas, con alguna escapada al arroyo para coger ranas en los pocos charcos que quedaban y "operarlas". Luego, un poco más avanzada la tarde comenzaban las comunicaciones de corral a base de silbidos: nosotros llamábamos a Luis el Cojo -hijo de la Tía Flora y Tomás el Herrador- o él nos llamaba a nosotros. Volvíamos a salir hacia el arroyo y allí hacíamos de las nuestras.
Otras de las diversiones que teníamos era irnos hacia El Ejido, al Bar de la Pista, a esperar que llegase la Empresa Mirat, que por las mañanas venía de Coria y por las tardes regresaba de Plasencia. Era un acontecimiento ver marchar o llegar al personal que iba o venía d la capital -Plasencia- con su ropaje dominical ya que el hecho de marchar del pueblo, aunque fuese por unas horas, requería ir vestido con la mejor ropa. Y qué caras de desilusión podíamos observar cuando más de uno de quedaba con su gozo en un pozo porque el cobrador iba haciendo bajar a los que no se podían acomodar sentados. Y es que se habían hecho la idea de hacer el viaje, no podían ir y habían perdido parte de la mañana. Era el único medio de locomoción, no había más que un solo coche particular, el de D. Francisco el veterinario, un señor muy bajito casado con una señora mucho más alta y fuerte que él.
Y también es difícil olvidar el paisaje que representaba el hecho de que todo el Ejido se hubiese parcelado para que todos los vecinos pudiesen instalar allí sus respectivas eras. Era un ir y venir desde casa a la era, desde la era a los campos con el carro y la yunta de bueyes a recoger la mies a los trozos segados y eso representaba que el bullicio comenzaba a eso de las cuatro o cinco de la mañana para regresar con tiempo y poder aprovechar el viento del solano que valía para aventar la cosecha trillada y así poder separar el trigo de la paja. ¿Y los niños? Los niños éramos felices si nos dejaban subir al trillo y dar vueltas y más vueltas en la parva, parando unos momentos para remover la paja a fin de que la que aún no estaba trinchada el trillo pudiese cumplir con su objetivo. A las doce o doce y media se paraba porque el calor era inaguantable y todos bajo un techo de paja aguantado con cuatro palos se comía a base de un gazpacho que la madre elaboraba sobre la marcha y alguna "tajada" que aún quedaba del a matanza y para postre, el melón de secano que era abundante delicioso. Luego se continuaba y el viento de la caída de la tarde se volvía aprovechar para volver a aventar. Y los niños, si no nos habían mandado a hacer puñetas y los mayores estaban en plan permisivo, nos dejaban montar a caballo, mulo o burro para llevarlos a beber a la laguna. Lo normal hubiera sido obedecer y hacer caso de los consejos de los mayores que nos decían que no había que hacer competiciones, que podíamos caer del animal y rompernos algún brazo, pero la mayoría de las veces, cuando estábamos alejados y pensábamos que nadie nos veía, la competición estaba montada, seguidos por los ladridos de los perros de los amos de los animales que animaban el cotarro. Y para acabar, los que tenían era en el Ejido, podían permitirse el lujo de dormir sobre la parva observando la luz de la luna o el Camino de Santiago del cual intentabas contar sus estrellas y nunca lo conseguías, Yo no tenía parcela y muy pocas veces me dejaron dormir al raso, cosa que envidiaba de los demás. Ahora, con la modernidad de la maquinaria agrícola han desaparecido las yuntas, las eras y todo aquello que, a pesar de ser tan laborioso, tenía su lado romántico. Nuestro Ejido dejó de ser Ejido y hoy lo vemos con un señor parque, un polideportivo, un Colegio que aún conserva el nombre que le pusieron mis padres -San José de Calasanz- y una gran zona de casas unifamiliares con su jardincito amplio y una sola planta. ¡Qué diferente al Ejido que yo me trillé a base de gastar sandalias o ruedas de bicicleta!. Y ya, para acabar con la época de la cosecha, decirte que en la época de mis años infantiles no teníamos agua corriente y el que tenía un pozo de agua -sosa- en su casa era un privilegiado. Eso te puede hacer pensar que las duchas o baños en la bañera eran inexistentes, ¿quieres saber lo que hacían los mozos cuando se acababa de cosechar? Se organizaba una "excursión" como ahora se dice al río Alagón con el fin de quitarse el polvo y el sudor acumulado de la temporada de la trilla. En llegar al río, se descabalgaba, cada uno procedía a quitarse la ropa y, a culo pajarero -en pelota brava- todo el mundo se lanzaba al agua, luego se salía, se secaba la gente al sol o como podía y cabalgando, cabalgando, cada uno a su casita limpio como los chorros del oro.
¿A qué vienen estas historias del siglo pasado, nunca mejor dicho? Pues simplemente... el recuerdo de esos primeros años vividos en ese pueblo que tú yo queremos. Tú en la proximidad, y yo en la lejanía. Tú, relativamente joven viviendo en la modernidad, yo con muchas décadas a mis espaldas recordando aquellos tiempos que ya no volverán.
Me has de perdonar porque vas a acabar cansada de tanta lectura, pero sé que las madres tenéis capacidad de aguante y por eso cuento con que me disculparás.
Ah, y quieres, imprímelo o léeselo a los mayores que estén cercanos a los setenta o pasen de ellos y ya verás cómo no te he contado ninguna mentira. Vosotros habéis gozado de una infancia riolobeña diferente a la nuestra, pero no por ello quiere decir que no fuésemos felices gozando como lo que éramos: unos niños.
Un abrazo.
Pedro.