Hoy, día de Todos los Santos, como hijo que debe agradecer a sus padres lo mucho que hicieron por él y por sus hermanos, no he podido por menos que recordarlos.
Era una noche familiar la de Todos los Santos en la que al finalizar la cena nos reuníamos alrededor de la lumbre y, para entretenernos, los mayores nos contaban cuentos referidos a las ánimas del purgatorio. El miedo que desprendían más que el calor de la lumbre hacía que nosotros nos juntásemos los unos con los otros. Era un querer y no querer. Querer porque, ¿a qué niño no le gusta escuchar cuentos? y no querer porque luego, en la soledad de la cama, bajo la oscuridad absoluta, revivías la historia y pasabas las de Caín, aunque para ahuyentar a los fantasmas cerraras los ojos con fuerza, apretaras los puños y dientes y te tapases bajo las sábanas. Finalmente el cansancio te rendía. Y sí, también había la parte buena como era comer higos secos envueltos con harina que las abuelas habían puesto al sol en verano para secarlos; también se tostaban castañas y había que vigilar haberlas cortado un poquito para que no explotaran cuando se tostaban y, como no, el fruto de nuestras encinas: las bellotas dulces que se traían a sacos de la dehesa Boyal para engordar al cochino de la matanza.
Esa parte era buena, aunque no te librases de rezar una parte de los misterios del rosario para que Dios tuviese en el cielo a nuestros difuntos.
Y más tarde venía la parte más triste de la fiesta: oír el toque de campanas a muerto que durante toda la noche y el día queriendo recordar a la comunidad que nuestros difuntos necesitaban nuestras plegarias. Y sí, ese toque me llenaba de angustia y de tristeza pensando que mis padres y abuelas me podrían faltar algún día. Hoy creo que esa tristeza me embargaba porque ellos nos daban seguridad y más tarde, cuando cumplí los nueve, esa tristeza quedó justificada porque mi madre nos dejó una mañana calurosa del mes de mayo.
Nunca me gustó esa fiesta. Era costumbre subir al cementerio y mi padre se empeñaba en que había de acompañarle. Siempre me negué. El me decía que había que visitar a la madre y yo le contestaba que sólo veía paredes, que el Santo Cristo que había en la capilla de la entraba me daba miedo y que no me agradaba ver a Don Mariano vestido con una capa negra, con cara tétrica, acompañado por el sacristán y dos monaguillos aburridos pasar sólo por aquellas tumbas en las que los familiares depositaban una limosna para que rezase el responso. Los que no daban el donativo veían pasar de largo a don Mariano y se debían de preguntar: Los míos, mis seres queridos, ¿no son también hijos de Dios?. Estoy seguro que hoy -ya son las 0:14 del Día de las Ánimas- si estuviese en el Camposanto, ya no vería esas escenas. ¡Que Dios les tenga en su gloria!
Era una noche familiar la de Todos los Santos en la que al finalizar la cena nos reuníamos alrededor de la lumbre y, para entretenernos, los mayores nos contaban cuentos referidos a las ánimas del purgatorio. El miedo que desprendían más que el calor de la lumbre hacía que nosotros nos juntásemos los unos con los otros. Era un querer y no querer. Querer porque, ¿a qué niño no le gusta escuchar cuentos? y no querer porque luego, en la soledad de la cama, bajo la oscuridad absoluta, revivías la historia y pasabas las de Caín, aunque para ahuyentar a los fantasmas cerraras los ojos con fuerza, apretaras los puños y dientes y te tapases bajo las sábanas. Finalmente el cansancio te rendía. Y sí, también había la parte buena como era comer higos secos envueltos con harina que las abuelas habían puesto al sol en verano para secarlos; también se tostaban castañas y había que vigilar haberlas cortado un poquito para que no explotaran cuando se tostaban y, como no, el fruto de nuestras encinas: las bellotas dulces que se traían a sacos de la dehesa Boyal para engordar al cochino de la matanza.
Esa parte era buena, aunque no te librases de rezar una parte de los misterios del rosario para que Dios tuviese en el cielo a nuestros difuntos.
Y más tarde venía la parte más triste de la fiesta: oír el toque de campanas a muerto que durante toda la noche y el día queriendo recordar a la comunidad que nuestros difuntos necesitaban nuestras plegarias. Y sí, ese toque me llenaba de angustia y de tristeza pensando que mis padres y abuelas me podrían faltar algún día. Hoy creo que esa tristeza me embargaba porque ellos nos daban seguridad y más tarde, cuando cumplí los nueve, esa tristeza quedó justificada porque mi madre nos dejó una mañana calurosa del mes de mayo.
Nunca me gustó esa fiesta. Era costumbre subir al cementerio y mi padre se empeñaba en que había de acompañarle. Siempre me negué. El me decía que había que visitar a la madre y yo le contestaba que sólo veía paredes, que el Santo Cristo que había en la capilla de la entraba me daba miedo y que no me agradaba ver a Don Mariano vestido con una capa negra, con cara tétrica, acompañado por el sacristán y dos monaguillos aburridos pasar sólo por aquellas tumbas en las que los familiares depositaban una limosna para que rezase el responso. Los que no daban el donativo veían pasar de largo a don Mariano y se debían de preguntar: Los míos, mis seres queridos, ¿no son también hijos de Dios?. Estoy seguro que hoy -ya son las 0:14 del Día de las Ánimas- si estuviese en el Camposanto, ya no vería esas escenas. ¡Que Dios les tenga en su gloria!