Primero de todo desearos unas felices fiestas de Navidad. A los más viejos, como yo, recordarles si estan lejos aquellos villancicos que año tras año escuchábamos cuando íbamos a adorar al Niño que don Mariano nos enseñaba después de la misa del Gallo. ¿Verdad que sonaban diferentes a los machacones que ahora escuchamos por radio y, de manera insistente, en los centros comerciales? Las "cantoras" del coro dode estábamos los escolaes lo hacían con gracia y alegría.
He visto en el foro de Riolobeños por el mundo una foto de nuestra matanza y he sentido añoranza. No he vuelto a comer productos del cerdo como los que cada año comíams de nuestra matanza. Es por eso que hoy quiero dedicaros este escrito que me ha evocado aquella fotografía.
¿Aún se celebran aquellas matanzas familiares a las que se asistía como si se tratara de una ceremonia religiosa? El matar al cochino que lo habías visto crecer desde pequeñito, gran comilón de todo lo que sobraba y que se preparaba en la cocina con un caldero de cobre donde se hervían patatas, berzas, algo de salvado de trigo, nabos... era un poco triste. A mi me daba mucha pena y huía lejos para no ver el sacrificio con aquellos gritos espantosos. Era faena del matarife, el Sr. Bernabé –muy alto, serio y de pocas palabras-, que acudía a todas las matanzas con unos cuchillos afiladísimos. Luego venia el chamuscado con retamas y que llenaba todo el corral de un olor característico. A continuación había que llevar unas muestras a casa de don Francisco, el veterinario, para ver si tenía la triquinosis, Todos los niños esperábamos el resultado porque nos tocaba asar el rabo y algún trozo de carne magra mientras los mayores desayunaban y esperaban a que el cerdo se enfriase para poder descuartizarlo, en tanto que las mujeres se preparaban para llenar sus recipientes de tripas para ir a lavarlas al arroyo. Daban escalofríos pensar cómo se les iban a quedar las manos que en muchos momentos debían romper el carámbano con una piedra para poder empezar. Y no se paraba porque había que separar la carne de los huesos del costillar y de la columna que servirían después para dar sabor a los cocidos diarios que nunca faltaba en ninguna casa, recortar bien los jamones y las paletillas luego se depositarían en cajones de sal durante un número de días que dependía del peso de las piezas. Montones de carne magra mezclada con la entrevetada esperaban pasar por la máquina manual de manivela que era accionada por manos adultas y que de vez en cuando nos permitían a los pequeños probar nuestras fuerzas. La mezcla correcta de especias con esa carne picada a la que había que ensalar con sumo tiento por personas expertas que eran herederas de las fórmulas tradicionales que sus abuelas les transmitían. Volver a pasar la carne por la máquina para hacer las diferentes clases de embutidos que se depositaban en grandes cuencos de cerámica que luego esperarían el paso de los meses en la troje hasta llegar la nueva matanza. A medida que los embutidos se iban enristrando y atando iban a parar a las diferentes estancias de la casa y se colgaban de unas puntas clavadas en las vigas a fin de que se aireasen y se secasen. Era una faena larga y delicada que la abuela o la madre diariamente había de vigilar para ver si había niebla, si el frío mañanero era el apropiado, si había que poner braseros para resecar el ambiente... Y el olor característico que desprendían los embutidos no se iba de la casa hasta pasados más de treinta dias. Y es que era de vida o muerte el que se curaran bien ya que de ello dependía que hubiese sustento proteico a lo largo del año. Nada se tiraba, todo se aprovechaba ya que los huesos del espinazo había que salarlos, los costillares rodearlos de pimentón porque luego eran necesarios para los guisos, la manteca para hacer buenas perronillas, coquillos y, si faltaba aceite, utilizarla para los guisos. Y el buches tenía que se rellenado con piezas de carne con manteca y pimentón para tener buenas reservas y evitar que se hiciera mala. Y lo mejor, el lomo que se embuchaba en los intestinos gruesos y que se sacaban en las festividades importantes o cuando el hogar recibía algún huésped al que había que agasajar. ¿Y quién no se acuerda de la patatera? Pasta de patata, algo de gordo grasoso, sangre y pimentón creo que eran los condimentos. Era una tripa muy finita y para merendar los pequeños de la casa hacía un papel extraordinario aunque las manos se nos pusiesen grasientas y luciésemos unos buenos bigotes. Luego vendría la morcilla que la encontrábamos en el cocido y en alguna que otra merienda ya que había que evitar que se enranciara. Y luego, de tanto en tanto, el, choricito extremeño tan preciado que en los días de calor dejaba caer una grasa colorada y suave por nuestras manos junto con un olorcito que nos sabía a gloria bendita. Y, por si fiera poco, ese tocino frito que depositado sobre las rajas de pan en los almuerzos hacia que se nos hiciese a la boca agua. ¿Y el jamón? ¿Qué decimos de los jamones? Esa parte se racionaba muy bien a base de
lonchas finísimas que se iba consumiendo muy poquito a poquito.
¡Dios mío! ¡Dios mío!... p
La boca agua...
He visto en el foro de Riolobeños por el mundo una foto de nuestra matanza y he sentido añoranza. No he vuelto a comer productos del cerdo como los que cada año comíams de nuestra matanza. Es por eso que hoy quiero dedicaros este escrito que me ha evocado aquella fotografía.
¿Aún se celebran aquellas matanzas familiares a las que se asistía como si se tratara de una ceremonia religiosa? El matar al cochino que lo habías visto crecer desde pequeñito, gran comilón de todo lo que sobraba y que se preparaba en la cocina con un caldero de cobre donde se hervían patatas, berzas, algo de salvado de trigo, nabos... era un poco triste. A mi me daba mucha pena y huía lejos para no ver el sacrificio con aquellos gritos espantosos. Era faena del matarife, el Sr. Bernabé –muy alto, serio y de pocas palabras-, que acudía a todas las matanzas con unos cuchillos afiladísimos. Luego venia el chamuscado con retamas y que llenaba todo el corral de un olor característico. A continuación había que llevar unas muestras a casa de don Francisco, el veterinario, para ver si tenía la triquinosis, Todos los niños esperábamos el resultado porque nos tocaba asar el rabo y algún trozo de carne magra mientras los mayores desayunaban y esperaban a que el cerdo se enfriase para poder descuartizarlo, en tanto que las mujeres se preparaban para llenar sus recipientes de tripas para ir a lavarlas al arroyo. Daban escalofríos pensar cómo se les iban a quedar las manos que en muchos momentos debían romper el carámbano con una piedra para poder empezar. Y no se paraba porque había que separar la carne de los huesos del costillar y de la columna que servirían después para dar sabor a los cocidos diarios que nunca faltaba en ninguna casa, recortar bien los jamones y las paletillas luego se depositarían en cajones de sal durante un número de días que dependía del peso de las piezas. Montones de carne magra mezclada con la entrevetada esperaban pasar por la máquina manual de manivela que era accionada por manos adultas y que de vez en cuando nos permitían a los pequeños probar nuestras fuerzas. La mezcla correcta de especias con esa carne picada a la que había que ensalar con sumo tiento por personas expertas que eran herederas de las fórmulas tradicionales que sus abuelas les transmitían. Volver a pasar la carne por la máquina para hacer las diferentes clases de embutidos que se depositaban en grandes cuencos de cerámica que luego esperarían el paso de los meses en la troje hasta llegar la nueva matanza. A medida que los embutidos se iban enristrando y atando iban a parar a las diferentes estancias de la casa y se colgaban de unas puntas clavadas en las vigas a fin de que se aireasen y se secasen. Era una faena larga y delicada que la abuela o la madre diariamente había de vigilar para ver si había niebla, si el frío mañanero era el apropiado, si había que poner braseros para resecar el ambiente... Y el olor característico que desprendían los embutidos no se iba de la casa hasta pasados más de treinta dias. Y es que era de vida o muerte el que se curaran bien ya que de ello dependía que hubiese sustento proteico a lo largo del año. Nada se tiraba, todo se aprovechaba ya que los huesos del espinazo había que salarlos, los costillares rodearlos de pimentón porque luego eran necesarios para los guisos, la manteca para hacer buenas perronillas, coquillos y, si faltaba aceite, utilizarla para los guisos. Y el buches tenía que se rellenado con piezas de carne con manteca y pimentón para tener buenas reservas y evitar que se hiciera mala. Y lo mejor, el lomo que se embuchaba en los intestinos gruesos y que se sacaban en las festividades importantes o cuando el hogar recibía algún huésped al que había que agasajar. ¿Y quién no se acuerda de la patatera? Pasta de patata, algo de gordo grasoso, sangre y pimentón creo que eran los condimentos. Era una tripa muy finita y para merendar los pequeños de la casa hacía un papel extraordinario aunque las manos se nos pusiesen grasientas y luciésemos unos buenos bigotes. Luego vendría la morcilla que la encontrábamos en el cocido y en alguna que otra merienda ya que había que evitar que se enranciara. Y luego, de tanto en tanto, el, choricito extremeño tan preciado que en los días de calor dejaba caer una grasa colorada y suave por nuestras manos junto con un olorcito que nos sabía a gloria bendita. Y, por si fiera poco, ese tocino frito que depositado sobre las rajas de pan en los almuerzos hacia que se nos hiciese a la boca agua. ¿Y el jamón? ¿Qué decimos de los jamones? Esa parte se racionaba muy bien a base de
lonchas finísimas que se iba consumiendo muy poquito a poquito.
¡Dios mío! ¡Dios mío!... p
La boca agua...