REYES Mate (filósofo e investigador del CSIC) 14/06/2012
Flanqueado por los trajes de Francisco Camps y la semana caribeña de Carlos Dívar, el presidente del Consejo General del Poder Judicial, desfila un cortejo interminable de medias verdades, indemnizaciones vergonzosas a banqueros y prácticas políticas chapuceras. Se nos está revelando una España más cercana a la picaresca clásica que a la honorabilidad que se supone a altos cargos públicos ya sean políticos, jueces o banqueros. Es razonable preguntarse si hay que hablar de anécdota o de categoría, si de casos aislados o de vicios arraigados en nuestro modo de ser. Siempre se podrá decir, y con razón, que son más los políticos honestos que los corruptos y que si hoy se habla más de corrupción es porque se es menos tolerante. Pero si la corrupción solo es noticia cuando es descubierta, no hay que hacerse ilusiones sobre lo que puede estar oculto.
Mejor será entonces dirigir la mirada a ciertos modos de ser --cuesta llamar a eso cultura o valores-- que son el caldo de cultivo de la corrupción. Uno de esos supuestos es la relación entre vida pública y vida privada. Los españoles tenemos a gala ponderar la separación de los dos niveles, a diferencia de esos puritanos anglosajones que escudriñan la vida de sus hombres públicos, incluso cuando son candidatos, como si la confianza o el poder que les van a otorgar dependiera de cómo se portan en su vida privada. Que cada cual haga lo que quiera con su vida privada, decimos nosotros, si hace bien su trabajo público. Debemos pensar que la virtud va en el cargo y que si uno es el juez de los jueces será necesariamente justo o que si alguien, desde su elevada posición, pide ejemplaridad, será ejemplar.
XSOLO NOS INTERESAx su vida privada cuando les pillamos en un renuncio y entonces, sí, pedimos airados que dimita o abdique o las pague todas juntas.
Esos mismos que defienden la estricta separación entre la vida pública y la privada suelen ser devotos seguidores de Bernard Mandeville, el autor de La fábula de las abejas, cuyo elocuente subtítulo es Los vicios privados hacen la prosperidad pública. El autor, nacido en Rotterdam en 1670, defiende la idea de que la sociedad funciona como una colmena. Cada abeja va a lo suyo y el resultado es un panal de rica miel. Así la sociedad. Si comerciantes, banqueros, jueces y ministros piensan en sí mismos, tendremos un Estado próspero. Ocurrió, sin embargo, que las abejas interiorizaron la crítica moralizante de que los vicios privados engendran la prosperidad general. Entonces se hicieron solidarias y se acabó la miel. ¿Moraleja?: "Querer gozar de los grandes beneficios del mundo/sin grandes vicios/es vana utopía en el cerebro asentada./Fraude, lujo y orgullo deben vivir/mientras disfrutemos de sus beneficios". Una traducción civilizada de esta desenvuelta teoría es la política empresarial en curso que pide, para ser competitiva, que los trabajadores se bajen el sueldo y renuncien a las conquistas sociales. Así les irá mejor también a ellos.
Lo cierto es que este prototipo de hombre público vino a sustituir a otro, forjado por Aristóteles, hoy en desuso pero al que se le está esperando. No puede haber buena gestión de la cosa pública, dice el filósofo, si no hay hombres públicos virtuosos. No cabe esperar de un político o de un juez que tome decisiones que sirvan al bien común o hagan justicia si él mismo no es un ser justo. Entiéndase bien el grado de exigencia: no dice que el juez justo es el que toma decisiones justas, sino que para tomar decisiones justas hay que ser antes un hombre justo. No cabe, por tanto, hablar de un buen político si antes ese ser humano no está hecho o, en términos aristotélicos, si antes no es virtuoso. Por virtud política entiende disponer de los conocimientos suficientes, saber elegir razonablemente y ser capaz de aguantar las presiones y los intereses privados. Estamos en las antípodas del político que llega a un puesto de responsabilidad sin más bagajes que haber ganado en su agrupación local o haber acabado la carrera de abogado. Algo más habría que exigirse para la vida pública.
Anda por las carteleras madrileñas la pieza teatral de Nikolai Gógol El inspector. Es una comedia sobre la corrupción escrita hace casi dos siglos que sigue siendo actual. Al ver en el primer estreno que la gente salía riéndose, el autor añadió un apunte que es su momento cumbre. El protagonista, un alcalde de provincias, se vuelve al público que ríe el enredo para decirle: "Pero, ¿de qué os reís? ¡Os estáis riendo de vosotros mismos!". El público se ríe de la torpeza de unos políticos corruptos que han confundido a un pobre diablo, al que agasajan sin medida para comprarle, con un temido inspector. El patio de butacas ríe porque él sí sabe que el tal inspector es solo un pícaro aprovechado. Pero ese público que se divierte es el que les ha elegido a ellos, alcaldes y concejales, como son y por cómo son. La risa es una señal de superioridad respecto de los que son objeto de la mofa. Pero el público, si es igual a los políticos, no tiene razón para la risa. Por eso quería Gógol que, en vez de salir riéndose, se fuera a casa pensativo.
*Filósofo e investigador del CSIC.
Flanqueado por los trajes de Francisco Camps y la semana caribeña de Carlos Dívar, el presidente del Consejo General del Poder Judicial, desfila un cortejo interminable de medias verdades, indemnizaciones vergonzosas a banqueros y prácticas políticas chapuceras. Se nos está revelando una España más cercana a la picaresca clásica que a la honorabilidad que se supone a altos cargos públicos ya sean políticos, jueces o banqueros. Es razonable preguntarse si hay que hablar de anécdota o de categoría, si de casos aislados o de vicios arraigados en nuestro modo de ser. Siempre se podrá decir, y con razón, que son más los políticos honestos que los corruptos y que si hoy se habla más de corrupción es porque se es menos tolerante. Pero si la corrupción solo es noticia cuando es descubierta, no hay que hacerse ilusiones sobre lo que puede estar oculto.
Mejor será entonces dirigir la mirada a ciertos modos de ser --cuesta llamar a eso cultura o valores-- que son el caldo de cultivo de la corrupción. Uno de esos supuestos es la relación entre vida pública y vida privada. Los españoles tenemos a gala ponderar la separación de los dos niveles, a diferencia de esos puritanos anglosajones que escudriñan la vida de sus hombres públicos, incluso cuando son candidatos, como si la confianza o el poder que les van a otorgar dependiera de cómo se portan en su vida privada. Que cada cual haga lo que quiera con su vida privada, decimos nosotros, si hace bien su trabajo público. Debemos pensar que la virtud va en el cargo y que si uno es el juez de los jueces será necesariamente justo o que si alguien, desde su elevada posición, pide ejemplaridad, será ejemplar.
XSOLO NOS INTERESAx su vida privada cuando les pillamos en un renuncio y entonces, sí, pedimos airados que dimita o abdique o las pague todas juntas.
Esos mismos que defienden la estricta separación entre la vida pública y la privada suelen ser devotos seguidores de Bernard Mandeville, el autor de La fábula de las abejas, cuyo elocuente subtítulo es Los vicios privados hacen la prosperidad pública. El autor, nacido en Rotterdam en 1670, defiende la idea de que la sociedad funciona como una colmena. Cada abeja va a lo suyo y el resultado es un panal de rica miel. Así la sociedad. Si comerciantes, banqueros, jueces y ministros piensan en sí mismos, tendremos un Estado próspero. Ocurrió, sin embargo, que las abejas interiorizaron la crítica moralizante de que los vicios privados engendran la prosperidad general. Entonces se hicieron solidarias y se acabó la miel. ¿Moraleja?: "Querer gozar de los grandes beneficios del mundo/sin grandes vicios/es vana utopía en el cerebro asentada./Fraude, lujo y orgullo deben vivir/mientras disfrutemos de sus beneficios". Una traducción civilizada de esta desenvuelta teoría es la política empresarial en curso que pide, para ser competitiva, que los trabajadores se bajen el sueldo y renuncien a las conquistas sociales. Así les irá mejor también a ellos.
Lo cierto es que este prototipo de hombre público vino a sustituir a otro, forjado por Aristóteles, hoy en desuso pero al que se le está esperando. No puede haber buena gestión de la cosa pública, dice el filósofo, si no hay hombres públicos virtuosos. No cabe esperar de un político o de un juez que tome decisiones que sirvan al bien común o hagan justicia si él mismo no es un ser justo. Entiéndase bien el grado de exigencia: no dice que el juez justo es el que toma decisiones justas, sino que para tomar decisiones justas hay que ser antes un hombre justo. No cabe, por tanto, hablar de un buen político si antes ese ser humano no está hecho o, en términos aristotélicos, si antes no es virtuoso. Por virtud política entiende disponer de los conocimientos suficientes, saber elegir razonablemente y ser capaz de aguantar las presiones y los intereses privados. Estamos en las antípodas del político que llega a un puesto de responsabilidad sin más bagajes que haber ganado en su agrupación local o haber acabado la carrera de abogado. Algo más habría que exigirse para la vida pública.
Anda por las carteleras madrileñas la pieza teatral de Nikolai Gógol El inspector. Es una comedia sobre la corrupción escrita hace casi dos siglos que sigue siendo actual. Al ver en el primer estreno que la gente salía riéndose, el autor añadió un apunte que es su momento cumbre. El protagonista, un alcalde de provincias, se vuelve al público que ríe el enredo para decirle: "Pero, ¿de qué os reís? ¡Os estáis riendo de vosotros mismos!". El público se ríe de la torpeza de unos políticos corruptos que han confundido a un pobre diablo, al que agasajan sin medida para comprarle, con un temido inspector. El patio de butacas ríe porque él sí sabe que el tal inspector es solo un pícaro aprovechado. Pero ese público que se divierte es el que les ha elegido a ellos, alcaldes y concejales, como son y por cómo son. La risa es una señal de superioridad respecto de los que son objeto de la mofa. Pero el público, si es igual a los políticos, no tiene razón para la risa. Por eso quería Gógol que, en vez de salir riéndose, se fuera a casa pensativo.
*Filósofo e investigador del CSIC.