Era
costumbre de antaño hacer coincidir con las
fiestas de
San Miguel la celebración de muchas
bodas en la Villa de Tejeda.
ECHAR EL VINO.
Uno de los primeros requisitos para mocearse y poder echarse novia consistía en una especie de ceremonia o rito que protagonizaba la cuadrilla de los mozos viejos. Era necesario que el
joven "echara el vino"; le cobraban una media arroba y un paquete de tabaco y papel que llevaba a la
Plaza Mayor.
Para juntarse todos los mozos tocaban al
atardecer un caracol muy grande que se escuchaba en todo el
pueblo; mientras se iba formando el corro, los mas pequeños se entrometían y los mozos para ahuyentarlos los pegaban con el cinto o la correa por meterse donde no los llamaban. Según llegaban preguntaban: ¿Quien ha echado el vino? ¡Fulano! Pues ¡bienvenido sea!. Una vez dispuestos en corro, el "alcalde de los mozos", que siempre era el mas viejo, y el nuevo, que hacia de "alguacil", colocados en el centro, repartían como una jarrita a cada uno y mientras bebían y fumaban el "alcalde de los mozos" daba a saber quien echaba el vino. Con aquellos saludos de bienvenida y brindis en su honor, el muchacho (16-17 años) se convertía en mozo hecho y derecho. Ya podía, desde esa
noche, rondar a las mozas, pretender a una joven con el propósito de ser novios, acudir a las
reuniones de los mozos para acordar el
toro, los
bailes y otros festejos de San Miguel....
EL RAMO DE LA NOVIA
Cuando el mozo tenía novia, existía la costumbre a principios de siglo de regalar a la joven un ramo de
flores, confeccionado primorosamente por algunas mujeres del pueblo, que dejaba en la
ventana de la
casa. Si la noviería estaba aceptada no solo por la novia, sino también por toda la
familia, no había ningún impedimento para que el novio se acercara a la ventana y depositara el ramo de flores; daba unos golpes en la misma, y la novia, que estaba esperando, lo recogía con agrado. Era un encuentro amoroso de unos novios que platicaban durante horas y a veces hasta el
amanecer sin ningún inconveniente por parte de la
juventud. Si se trataba de una noviería que estaba formalizándose, el mozo acudía a la cita llevando el ramo que colocaba en la ventana, y a continuación, sin perder de vista el ramo, pasaba delante de la casa lanzando silbos y canciones de amores a la novia. De esta manera acreditaba que él era el dueño de rondar la
calle. La novia salía al reclamo, recogía las flores manteniendo unos momentos de plática, y se retiraba de inmediato para no ser descubiertos por la familia. Cuando la novia por cualquier impedimento no podía recogerlo, el mozo cesaba en su ronda, buscaba un
rincón oculto y esperaba vigilando desde su escondrijo. O tal vez pudiera decirse que velaba armado; puestos que por aquellos tiempos todos los hombres gastaban una faja ancha liada al vientre y a los riñones de uno o dos metros de larga que usaba, entre otros cometidos, y sobre todo en este caso, como precaución, para guardar en ella varias
piedras y un cuchillo, un puñal o una pistola. Era frecuente que la novia contara con más de un pretendiente que al sentir las canciones acudía al lugar de la cita, dispuesto a retirar el ramo de la ventana; pero cuando el otro se percataba de la presencia del intruso, se iniciaba un recia pedrea por ambas partes. Una vez que las pedradas cesaban, el rival se retiraba, ya que su propósito era hacer acto de presencia para indicar al novio que la moza tenía otro galán, que no le sería tan fácil la conquista. El mozo continuaba vigilando hasta despuntar el alba, y se marchaba dejando el ramo en la ventana. Por la mañana, la familia recogía el ramo, y los padres le preguntaban a la hija por el mozo que lo había puesto; si era de su gusto, le dejaban el ramo para que lo guardara y siguieran las relaciones; si no era de su agrado, los padres lo rompían y lo tiraban a la calle. Con este gesto despreciativo el joven comprendía que no era grato a los ojos de la familia, y tenía que romper sus relaciones con la muchacha.
COBRAR EL PISO
Hacia los primeros lustros del siglo era frecuente la endogamia que no permitía la intrusión de los forasteros, y cuando alguno se echaba novia en el pueblo, una comisión de tres mozos viejos le pedían "el piso", que consistía en hacerle pagar una arroba de vino. Era una forma de solventar con los mozos era usurpación de la mujer que teóricamente les correspondía; además también servía para confirmar el noviazgo en el pueblo. Si al forastero no pagaba, no le dejaban ver a la novia, y le tiraban al
pilón.
LA ENTRADA EN CASA
Otro paso importante y definitivo era la entrada en casa. El novio para establecer relaciones serias tenía que pedir la entrada en la casa de los padres de la novia. Se le recibía en la cocina, que era el sitio de costumbre; el novio entendía que era bien acogido cuando el futuro suegro le ofrecía la petaca y fumaban un pitillo mientras charlaban de su pretensiones. A partir de aquella noche, tenía la entrada libre para venir a buscar a la novia.
LA
BODA
Tres semanas antes de casarse los novios, se leían las amonestaciones en la
Iglesia, lo que suponía un gran día de
fiesta. La víspera se solía avisar a los familiares y
amigos; se decía: "Que mañana me amonesto y quiero que me des la enhorabuena". Al día siguiente el convidado tenía la obligación de tomar los dulces y respondía: "Que sea en buena hora y se cumpla lo que se desea". En aquellos tiempos las bodas eran muy alegres, y se organizaban fiestas y
comidas por todo lo alto; desde el convite que daban los padrinos a base de buñuelos de chocolate, hasta la ronda que alegraba a todos los invitados y demás vecinos. Llegaban acompañados de los novios hasta la casa de los padres del novio que salían a recibir a la nuera como si se tratara de una hija. La ceremonia se celebraba con misa cantada, a la que asistían los novios e invitados con sus mejores galas; el
traje del novio era de paño negro y sombrero del mismo
color, la novia lucía un vestido negro de calle que contrastaba con el blanco de su ramo de azahar; las más adineradas portaban un vestido largo y de color blanco. Después de los esponsales la novia mantenía la costumbre de adornar el
altar de la Purísima con su ramo. Luego, la
comida que era fenomenal y abundante, con un plato fuerte principalmente de carne a la caldereta y toda clase de dulces, como las tradicionales perrunillas. Al final del suculento banquete, aún hoy se conserva esta costumbre, los invitados en una bandeja entregaban a los recién casados la "espiga", normalmente dinero, para que les ayuda a emprender la nueva vida.
"LA PEHCÁ"
Los mozos tenían derecho a la "pehcá" que consistía en un pieza de bacalao y una botella de vino. Aquella noche de boda, en la luna de miel, cuando los novios estaban acostados, llegaban los mozos que no habían sido invitados y les pedían la bacalá; por la ventana el novio les entregaba la "pehcá" y el vino que se lo tomaban en la Plaza Mayor y brindaban por los recién casados para desearles buena suerte y
felicidad. La ronda seguía toda la noche hasta la mañana siguiente que se celebraba la tornaboda.