crónica del templo de la Compañía es amplia y rica en acontecimientos. Ante
edificios como éste, cabe preguntarse si es posible aislarlos de un contexto más amplio. De ahí que iniciemos este repaso en el
claustro de la antigua Universidad, donde hallamos matices muy en consonancia con las disposiciones académicas de los jesuitas. Los rastros son elocuentes: los miembros de la Orden fueron expulsados en el siglo xviii, y el terreno que albergaba el noviciado de la Compañía sirvió para edificar una nueva sede universitaria. Miguel Ferro Caaveiro dirigió las obras. Sobre el resultado, aunque digno de admiración, nos queda por añadir que no alcanzó la eternidad de otras sedes compostelanas. Las enmiendas de Melchor Prado y Ventura Rodríguez privilegiaron el estilo clasicista. Luego llegaron nuevas mudanzas, de rasgos acentuadísimos, con el sometimiento de estos muros al gusto cambiante de la modernidad. A partir del siglo xix, se sucedieron las modificaciones, a tal extremo que los visitantes que deseen contemplar vestigios de lo que antaño fue sede central de la Universidad deben ceñirse a la
fachada clásica. No obstante, pese a que la importancia
monumental del
edificio fue mitigándose, sus actividades académicas prosiguieron. Ello puede colegirse de un dato objetivo, y es que las facultades de Geografía e
Historia y el Paraninfo conservaron acá ese entusiasmo por los saberes humanísticos.
La
iglesia de la Compañía, partícipe de esa historia que venimos contando, era un edificio anexo a la sede universitaria. Con oportuno criterio parroquial, fundó el templo (1576) el obispo Francisco Blanco. Los jesuitas gestionaron la edificación de la iglesia y su posterior actividad. No faltaban en su traza detalles relacionados con la Orden. De hecho, la
torre cuadrangular, con doble cuerpo y galería, y el interior del templo vincularon su estética al modelo jesuitico del Gesú de Vignola, en Roma. Con lo anterior, quedaban ya sentadas las cualidades de esta iglesia, enriquecida con un excepcional
retablo, de abundosa ornamentación, diseñado por Simón Rodríguez y realizado por Ignacio Romero y Miguel de Romay en 1727. La iconografía no deja lugar a dudas:
San Ignacio de Loyola y San Francisco Javier figuran en los brazos del crucero. Completa el recorrido interior el sepulcro del fundador, el obispo Blanco.
La feligresía se sintió atraída por el sereno barroquismo de la torre hasta que la Orden debió salir de
España. En adelante, su función fue otra: como
capilla de la Universidad. Las representaciones de San Ignacio de Loyola y San Francisco Javier, protagonistas de la fachada, fueron entonces censuradas con martillo y cincel. Si bien se procuró darles la forma de San Pedro y San Pablo, no sabemos en qué medida los fieles respondieron al cambio de advocación y también desconocemos cómo juzgaron la permuta hagiográfica. En todo caso, la reforma fue justificada con el poderoso argumento antijesuita.