Andan el Gobierno de Rajoy y el coro mediático que lo acompaña absolutamente irritados estos días. Sus miradas tienen la humedad apagada de quien ha estado llorando. Sí. Hay ojeras bajo sus ojos y sus caras lucen sarpullidos de berrinche, indignación y pena. Se oyen sus lamentos: “Nos van a hacer una huelga general sin darnos ni cien días de Gobierno”, “Los españoles nos han dado una mayoría absoluta para gobernar legítimamente”. Es una huelga política, dicen. De la izquierda, de los sindicatos parásitos que van a perder su poder, de los trabajadores acomodados que quieren vivir estupendamente a costa de los parados. El Gobierno está apesadumbrado. Van a caer enfermos. ¿Es justo hacerles una huelga ya, por Dios bendito?, se pregunta el abrumado ciudadano ante tanta casquería de dolor psíquico y moral en sus gobernantes.
Si está usted inquieto por la salud de nuestro presidente, sus ministros y tertulianos, relájese. Todo es ficción. Ellos están bien; como el actor que se cae del caballo o el perrito que se muere en las películas por salvar a un bebé de las llamas de un incendio. El sufrimiento político se fabrica en la sala de maquillaje antes de salir a escena. La verdadera cara del Gobierno para manejar los tiempos de la durísima reforma laboral que ha planteado se ve cuando creen que no hay nadie mirando: “La reforma laboral me va a costar una huelga”, decía un sonriente Rajoy a un colega europeo en un corrillo. También el ministro Guindos, al comisario europeo Olli Rehn: “La reforma va a ser extremadamente agresiva”. ¡Qué huevos los vuestros!, parecían leer orgullosos en el asentimiento de sus interlocutores.
Todo el mundo puede representar el papel que quiera en este circo en que se ha convertido la democracia. Pero ni el escaso tiempo que lleva el PP en el poder ni la mayoría absoluta son refugio para evadirse de las consecuencias de aprobar una reforma laboral que es la más lesiva que nunca se haya acometido en España. ¿Por qué no puede el Gobierno escudarse en esos peregrinos argumentos? Porque no tiene legitimidad moral para aplicar una reforma así.
No todo vale. Si la palabra democracia representara un juego serio y no un trilerismo de cubiletes desgastados, el programa electoral de un partido político y sus promesas en campaña deberían ser el Contrato Social que legitime sus acciones de gobierno frente a la ciudadanía. Una vez aceptada esa premisa, se puede decir que en menos de 100 días el Ejecutivo conservador ha violado todas las cláusulas escritas y no escritas que los ciudadanos le firmaron en las urnas: la reforma laboral dinamita los pilares de los derechos de los trabajadores casi tanto como la legitimidad del Gobierno para aplicarlos. El PP ha roto el contrato social por omisión y engaño. Nunca dijo que haría lo que ha hecho, y además prometió lo contrario.
Las hemerotecas echan chispas de la cantidad de veces que el PP prometió explícitamente en campaña que no subiría los impuestos (y lo hizo) y que no abarataría el despido (y lo ha hecho). Para justificar la subida del IRPF, el PP utilizó la coartada de que el déficit público que encontraron al llegar al Gobierno era superior al que conocían. Consumado el primer incumplimiento, aprueba la reforma del mercado de trabajo con los preceptos contrarios a los prometidos. Pero esta vez no hay excusa: nadie ha podido ocultarles el número de parados. ¿No sabían que España tenía la mayor tasa de paro de la UE cuando explicaron su (no) programa?
Porque la reforma laboral no es un ajuste de matices o de limar ciertas asperezas legislativas, no: hace saltar por los aires la columna vertebral del derecho laboral, que ahora en las universidades bien se podría estudiar en la asignatura de Derecho del Medievo. Abaratamiento del despido generalizado, la coartada de “las pérdidas previstas” para emplearlo, luz verde para que el empresario esquive los convenios colectivos sectoriales, legalización del ERE express, del mobbing empresarial (el patrón podrá bajar los salarios, modificar los horarios a antojo o despedir a un trabajador por estar enfermo en unos supuestos ridículos)… ¿Es éste un conjunto que el PP olvidó mencionar en la campaña de hace unos meses? El olvido involuntario no parece posible.
Y es que la democracia representativa debe tener unos límites que no traspasen la mera tomadura de pelo, y más cuando ese intento de no decir lo que voy a hacer porque de otro modo no me elegirían, desemboca en uno de los mayores recortes de derechos conocido.
Ahora el Gobierno y el PP pueden criminalizar a los sindicatos acusándoles de ir sólo contra ellos. Estaría bien recordarles que una de las huelgas que le hicieron a Felipe González fue por aumentar el periodo de cálculo de las pensiones de dos a ocho años (1985). Lo que hoy, viéndolo con perspectiva y comparándolo con esta reforma, parece un juego de niños. Tampoco conviene olvidar que Zapatero se comió otra huelga, muy merecida, por abaratar el despido; pero ni por asomo se acercó a lo propuesto ahora por Rajoy.
Ahora el PP puede irresponsablemente enfrentar a parados y trabajadores. Es una estrategia que empiezan a repetir como un mantra. La última en decirlo, Cospedal: a quienes tengan trabajo “no les va a gustar” la reforma, dice en una entrevista en El País, pero si se preguntase a los parados la “querrían”. De nada sirve. La única verdad es que sus propias previsiones dicen que este año se perderán 640.000 puestos de trabajo. Cuando pase la crisis, el conflicto será entre parados y precarios. Hoy se consolidan los derechos patronales del mañana.
En definitiva el PP puede ahora enredarse en mil proclamas para agitar el avispero y provocar que entre tanto ruido nadie se entere del engaño. Pero la realidad es que la huelga general del 29 de marzo no pasará a la historia sólo por ser la más rápida hecha a ningún Gobierno; ni siquiera por ser la respuesta social al recorte de derechos más grande realizado nunca en democracia. Esta huelga general pasará a la historia por ser la primera que no anunciaron los sindicatos y sí un presidente del Gobierno. Uno que consiguió su cargo prometiendo hacer todo lo contrario. Y que ahora se hace el ofendido. ¿Es o no es todo una tomadura de pelo?. Eso parece.
Si está usted inquieto por la salud de nuestro presidente, sus ministros y tertulianos, relájese. Todo es ficción. Ellos están bien; como el actor que se cae del caballo o el perrito que se muere en las películas por salvar a un bebé de las llamas de un incendio. El sufrimiento político se fabrica en la sala de maquillaje antes de salir a escena. La verdadera cara del Gobierno para manejar los tiempos de la durísima reforma laboral que ha planteado se ve cuando creen que no hay nadie mirando: “La reforma laboral me va a costar una huelga”, decía un sonriente Rajoy a un colega europeo en un corrillo. También el ministro Guindos, al comisario europeo Olli Rehn: “La reforma va a ser extremadamente agresiva”. ¡Qué huevos los vuestros!, parecían leer orgullosos en el asentimiento de sus interlocutores.
Todo el mundo puede representar el papel que quiera en este circo en que se ha convertido la democracia. Pero ni el escaso tiempo que lleva el PP en el poder ni la mayoría absoluta son refugio para evadirse de las consecuencias de aprobar una reforma laboral que es la más lesiva que nunca se haya acometido en España. ¿Por qué no puede el Gobierno escudarse en esos peregrinos argumentos? Porque no tiene legitimidad moral para aplicar una reforma así.
No todo vale. Si la palabra democracia representara un juego serio y no un trilerismo de cubiletes desgastados, el programa electoral de un partido político y sus promesas en campaña deberían ser el Contrato Social que legitime sus acciones de gobierno frente a la ciudadanía. Una vez aceptada esa premisa, se puede decir que en menos de 100 días el Ejecutivo conservador ha violado todas las cláusulas escritas y no escritas que los ciudadanos le firmaron en las urnas: la reforma laboral dinamita los pilares de los derechos de los trabajadores casi tanto como la legitimidad del Gobierno para aplicarlos. El PP ha roto el contrato social por omisión y engaño. Nunca dijo que haría lo que ha hecho, y además prometió lo contrario.
Las hemerotecas echan chispas de la cantidad de veces que el PP prometió explícitamente en campaña que no subiría los impuestos (y lo hizo) y que no abarataría el despido (y lo ha hecho). Para justificar la subida del IRPF, el PP utilizó la coartada de que el déficit público que encontraron al llegar al Gobierno era superior al que conocían. Consumado el primer incumplimiento, aprueba la reforma del mercado de trabajo con los preceptos contrarios a los prometidos. Pero esta vez no hay excusa: nadie ha podido ocultarles el número de parados. ¿No sabían que España tenía la mayor tasa de paro de la UE cuando explicaron su (no) programa?
Porque la reforma laboral no es un ajuste de matices o de limar ciertas asperezas legislativas, no: hace saltar por los aires la columna vertebral del derecho laboral, que ahora en las universidades bien se podría estudiar en la asignatura de Derecho del Medievo. Abaratamiento del despido generalizado, la coartada de “las pérdidas previstas” para emplearlo, luz verde para que el empresario esquive los convenios colectivos sectoriales, legalización del ERE express, del mobbing empresarial (el patrón podrá bajar los salarios, modificar los horarios a antojo o despedir a un trabajador por estar enfermo en unos supuestos ridículos)… ¿Es éste un conjunto que el PP olvidó mencionar en la campaña de hace unos meses? El olvido involuntario no parece posible.
Y es que la democracia representativa debe tener unos límites que no traspasen la mera tomadura de pelo, y más cuando ese intento de no decir lo que voy a hacer porque de otro modo no me elegirían, desemboca en uno de los mayores recortes de derechos conocido.
Ahora el Gobierno y el PP pueden criminalizar a los sindicatos acusándoles de ir sólo contra ellos. Estaría bien recordarles que una de las huelgas que le hicieron a Felipe González fue por aumentar el periodo de cálculo de las pensiones de dos a ocho años (1985). Lo que hoy, viéndolo con perspectiva y comparándolo con esta reforma, parece un juego de niños. Tampoco conviene olvidar que Zapatero se comió otra huelga, muy merecida, por abaratar el despido; pero ni por asomo se acercó a lo propuesto ahora por Rajoy.
Ahora el PP puede irresponsablemente enfrentar a parados y trabajadores. Es una estrategia que empiezan a repetir como un mantra. La última en decirlo, Cospedal: a quienes tengan trabajo “no les va a gustar” la reforma, dice en una entrevista en El País, pero si se preguntase a los parados la “querrían”. De nada sirve. La única verdad es que sus propias previsiones dicen que este año se perderán 640.000 puestos de trabajo. Cuando pase la crisis, el conflicto será entre parados y precarios. Hoy se consolidan los derechos patronales del mañana.
En definitiva el PP puede ahora enredarse en mil proclamas para agitar el avispero y provocar que entre tanto ruido nadie se entere del engaño. Pero la realidad es que la huelga general del 29 de marzo no pasará a la historia sólo por ser la más rápida hecha a ningún Gobierno; ni siquiera por ser la respuesta social al recorte de derechos más grande realizado nunca en democracia. Esta huelga general pasará a la historia por ser la primera que no anunciaron los sindicatos y sí un presidente del Gobierno. Uno que consiguió su cargo prometiendo hacer todo lo contrario. Y que ahora se hace el ofendido. ¿Es o no es todo una tomadura de pelo?. Eso parece.
Graciñas infinitas gracias Justicia, por hacer justicia con las propias noticias, sobre los atentados del cercanias, y sobre la reforma laboral.
Gracias por haber puesto en este foro las noticias tan aclaratorias, para refrescar la mente, y abrir los ojos a los desalmados que no quieren ver.
Un muy fuerte abrazo.
Gracias por haber puesto en este foro las noticias tan aclaratorias, para refrescar la mente, y abrir los ojos a los desalmados que no quieren ver.
Un muy fuerte abrazo.