Reforma laboral a la griega20 mar 2012.
Ximo Bosch
Magistrado y portavoz territorial de Jueces para la Democracia
La protección de los derechos de los trabajadores ha sido el resultado de un largo proceso histórico. Hubo un tiempo, magistralmente reflejado en muchas obras de Charles Dickens, en el que la explotación extrema resultaba inherente a las condiciones laborales. Algunos teóricos del liberalismo económico más agresivo del siglo XIX defendían la prohibición de los sindicatos, porque sus exigencias de derechos laborales suponían un obstáculo para la producción y para los beneficios empresariales. Dicha perspectiva respondía a que los obreros eran considerados como meras mercancías. Tuvieron que transcurrir décadas de graves conflictos sociales, revoluciones y guerras hasta que en los países europeos democráticos se configuró el Estado Social contemporáneo, a partir de 1945, como un pacto entre capital y trabajo. Ello implicaba la desmercantilización de la fuerza de trabajo, así como el reconocimiento de la dignidad de la persona y de los derechos sociales, lo cual permitió una larga etapa de razonable armonía colectiva.
Estas premisas pasaron a integrar nuestra Constitución. En ella se reconoce el derecho a la negociación colectiva, que se fundamenta en la relevancia de los sindicatos y de las asociaciones empresariales, cuya inclusión en el título preliminar nos indica la trascendencia de este equilibrio esencial. El artículo 35-1 del texto constitucional proclama el derecho al trabajo y a una remuneración suficiente para que los ciudadanos puedan satisfacer sus necesidades y las de su familia. En el preámbulo se establece como objetivo una calidad de vida digna. Y dicho principio se complementa con la articulación de los derechos sociales.
Sin embargo, la reciente reforma laboral impulsada desde el gobierno rompe con buena parte de estos valores constitucionales y supone un paso más en el creciente desmantelamiento de nuestro Estado Social. Las medidas principales son conocidas: fórmulas contractuales de despido libre encubierto, mecanismos para la reducción salarial, facultades para que los empresarios alteren unilateralmente las condiciones básicas de los contratos en perjuicio de los trabajadores, abaratamiento sustancial de los despidos, posibilidad para las empresas de apartarse de los convenios colectivos territoriales. Muchas de estas disposiciones son de constitucionalidad más que dudosa, pues el Tribunal Constitucional ha establecido que no resulta admisible el despido sin causa. Y que tampoco es aceptable la aprobación de normas contrarias al derecho a la negociación colectiva, pues ello afecta al núcleo mínimo indisponible de la libertad sindical. La consecuencias previsibles serán una mayor precarización de nuestro mercado de trabajo y un notable incremento de las desigualdades en las relaciones económicas. Por ello, esta reforma supone la más alarmante restricción de los derechos laborales de nuestra etapa democrática. No puede sorprender la convocatoria de huelga general por parte de los sindicatos.
Además, no se explica cómo generará empleo una reforma que esencialmente facilita el despido. Ni tampoco cómo se producirá crecimiento económico con una devaluación de la capacidad adquisitiva de los asalariados. Al contrario, lo que resultaría aconsejable sería la profundización en los principios del Estado Social para que desde las instituciones se apliquen medidas redistributivas que estimulen el consumo, como señala Joseph Stiglitz.
La reforma laboral sigue el espíritu de la que se aplicó en su momento en Grecia, con los negativos resultados que son de sobra conocidos. Y resulta censurable la insistencia en disfrazar de decisiones técnicas o inevitables lo que no son más que claras opciones ideológicas, como también está ocurriendo con los continuos recortes en los servicios públicos. Las medidas aprobadas asumen las tesis más entusiastas de la patronal, pretenden debilitar la función representativa de los sindicatos y provocan intensos desequilibrios en las relaciones laborales. Responden a la perspectiva conservadora de desregulación y de intervención estatal mínima que se ha practicado en diversos ámbitos, especialmente en el financiero, y que ha empobrecido a amplios sectores en numerosos países. Pero hay otras opciones. Lo demuestra la reforma laboral aprobada en Finlandia, que aumenta los niveles de protección social. Y las decisiones adoptadas en Islandia para evitar los abusos de las entidades bancarias contra la mayoría de la población. O la realidad de que los países más avanzados de nuestro entorno mantienen los mecanismos del Estado Social, a través de su financiación por parte de los sectores más acomodados, al contrario que en nuestro país, en el que las mismas capas sociales aportan un porcentaje mínimo a las arcas públicas.
Parece que los poderes dominantes están aprovechando esta situación de crisis sistémica, que ellos mismos han generado o consentido, para imponer sus recetas de regresión y estimular unas desigualdades siempre beneficiosas para algunas minorías privilegiadas. El principal riesgo es que los gestores de la ruptura del consenso social caigan en el autoengaño, tantas veces repetido históricamente, de pensar que cualquier situación está bajo su control. Esas confusiones han provocado en otras etapas una comprensible intensificación de la conflictividad, con secuelas altamente incontrolables. La actuación institucional y las normas jurídicas no son instrumentos para construir el paraíso en la tierra, pero sí que pueden servir para evitar que las condiciones de vida se conviertan en un infierno, a través de iniciativas de solidaridad y de cohesión. Sin embargo, determinados errores de cálculo o quizás algunos intereses desmedidos pueden conducirnos al desastre social que ya se vive en Grecia.
Ximo Bosch
Magistrado y portavoz territorial de Jueces para la Democracia
La protección de los derechos de los trabajadores ha sido el resultado de un largo proceso histórico. Hubo un tiempo, magistralmente reflejado en muchas obras de Charles Dickens, en el que la explotación extrema resultaba inherente a las condiciones laborales. Algunos teóricos del liberalismo económico más agresivo del siglo XIX defendían la prohibición de los sindicatos, porque sus exigencias de derechos laborales suponían un obstáculo para la producción y para los beneficios empresariales. Dicha perspectiva respondía a que los obreros eran considerados como meras mercancías. Tuvieron que transcurrir décadas de graves conflictos sociales, revoluciones y guerras hasta que en los países europeos democráticos se configuró el Estado Social contemporáneo, a partir de 1945, como un pacto entre capital y trabajo. Ello implicaba la desmercantilización de la fuerza de trabajo, así como el reconocimiento de la dignidad de la persona y de los derechos sociales, lo cual permitió una larga etapa de razonable armonía colectiva.
Estas premisas pasaron a integrar nuestra Constitución. En ella se reconoce el derecho a la negociación colectiva, que se fundamenta en la relevancia de los sindicatos y de las asociaciones empresariales, cuya inclusión en el título preliminar nos indica la trascendencia de este equilibrio esencial. El artículo 35-1 del texto constitucional proclama el derecho al trabajo y a una remuneración suficiente para que los ciudadanos puedan satisfacer sus necesidades y las de su familia. En el preámbulo se establece como objetivo una calidad de vida digna. Y dicho principio se complementa con la articulación de los derechos sociales.
Sin embargo, la reciente reforma laboral impulsada desde el gobierno rompe con buena parte de estos valores constitucionales y supone un paso más en el creciente desmantelamiento de nuestro Estado Social. Las medidas principales son conocidas: fórmulas contractuales de despido libre encubierto, mecanismos para la reducción salarial, facultades para que los empresarios alteren unilateralmente las condiciones básicas de los contratos en perjuicio de los trabajadores, abaratamiento sustancial de los despidos, posibilidad para las empresas de apartarse de los convenios colectivos territoriales. Muchas de estas disposiciones son de constitucionalidad más que dudosa, pues el Tribunal Constitucional ha establecido que no resulta admisible el despido sin causa. Y que tampoco es aceptable la aprobación de normas contrarias al derecho a la negociación colectiva, pues ello afecta al núcleo mínimo indisponible de la libertad sindical. La consecuencias previsibles serán una mayor precarización de nuestro mercado de trabajo y un notable incremento de las desigualdades en las relaciones económicas. Por ello, esta reforma supone la más alarmante restricción de los derechos laborales de nuestra etapa democrática. No puede sorprender la convocatoria de huelga general por parte de los sindicatos.
Además, no se explica cómo generará empleo una reforma que esencialmente facilita el despido. Ni tampoco cómo se producirá crecimiento económico con una devaluación de la capacidad adquisitiva de los asalariados. Al contrario, lo que resultaría aconsejable sería la profundización en los principios del Estado Social para que desde las instituciones se apliquen medidas redistributivas que estimulen el consumo, como señala Joseph Stiglitz.
La reforma laboral sigue el espíritu de la que se aplicó en su momento en Grecia, con los negativos resultados que son de sobra conocidos. Y resulta censurable la insistencia en disfrazar de decisiones técnicas o inevitables lo que no son más que claras opciones ideológicas, como también está ocurriendo con los continuos recortes en los servicios públicos. Las medidas aprobadas asumen las tesis más entusiastas de la patronal, pretenden debilitar la función representativa de los sindicatos y provocan intensos desequilibrios en las relaciones laborales. Responden a la perspectiva conservadora de desregulación y de intervención estatal mínima que se ha practicado en diversos ámbitos, especialmente en el financiero, y que ha empobrecido a amplios sectores en numerosos países. Pero hay otras opciones. Lo demuestra la reforma laboral aprobada en Finlandia, que aumenta los niveles de protección social. Y las decisiones adoptadas en Islandia para evitar los abusos de las entidades bancarias contra la mayoría de la población. O la realidad de que los países más avanzados de nuestro entorno mantienen los mecanismos del Estado Social, a través de su financiación por parte de los sectores más acomodados, al contrario que en nuestro país, en el que las mismas capas sociales aportan un porcentaje mínimo a las arcas públicas.
Parece que los poderes dominantes están aprovechando esta situación de crisis sistémica, que ellos mismos han generado o consentido, para imponer sus recetas de regresión y estimular unas desigualdades siempre beneficiosas para algunas minorías privilegiadas. El principal riesgo es que los gestores de la ruptura del consenso social caigan en el autoengaño, tantas veces repetido históricamente, de pensar que cualquier situación está bajo su control. Esas confusiones han provocado en otras etapas una comprensible intensificación de la conflictividad, con secuelas altamente incontrolables. La actuación institucional y las normas jurídicas no son instrumentos para construir el paraíso en la tierra, pero sí que pueden servir para evitar que las condiciones de vida se conviertan en un infierno, a través de iniciativas de solidaridad y de cohesión. Sin embargo, determinados errores de cálculo o quizás algunos intereses desmedidos pueden conducirnos al desastre social que ya se vive en Grecia.
NON FAI FALLA QUE SEXAS ROLLO, para facer copias e posias xa temos o Señor Ballesteros o demais todos sabemos, onde bucear e topar de tudo.
Decía María Zambrano que el hombre es el único ser que no sólo padece la historia, sino también la hace. Que en ese hacer la historia ha buscado el ser humano la realización de creencias y de ideas; pero que mientras las creencias nos ligan necesariamente hacia el pasado, las ideas nos orientan hacia el futuro y lo adelantan.
Se cumplen en estos tiempos con el de la Constitución de Cádiz, los bicentenarios de las independencias, un parteaguas, un punto de inflexión de la historia de los pueblos de los entonces españoles de ambos hemisferios que la alumbraron, no sólo en el qué, sino también y especialmente en el cómo de ese hacer la historia. De las creencias a las ideas como guía y motor de ésta. De la sociedad cerrada a la sociedad abierta.
Fin de un mundo construido en ambos hemisferios sobre la expansión por la conquista –reconquista peninsular primero, conquista del nuevo mundo descubierto después- de una creencia, la fe católica común que lo aglutinaba junto a la común condición de súbditos de un monarca cuya legitimidad dinástica provenía de la voluntad de Dios. Un mundo que se ve cuestionado a partir de 1808 con las abdicaciones de Bayona y la imposición de José Bonaparte. El cuestionamiento de la validez de éstas y por ello de la legitimidad de la nueva dinastía lleva al levantamiento, a la creación de las juntas, siempre en nombre del Rey deseado, y en definitiva en Cádiz a la afirmación de una nueva fuente de legitimidad aglutinadora de la Monarquía: la voluntad del pueblo que suscribe a través de la reunión en Cortes de sus representantes el contrato social expresado en la Constitución para garantizar los derechos fundamentales de los ciudadanos, afirmar su condición de tales, y regular el funcionamiento del Estado y sus instituciones. Se establece no sólo la división de poderes, sino también el triple nivel nacional, provincial y municipal en que se organizarían sus territorios peninsulares, americanos y asiáticos. A partir de su proclamación, se instalan las ideas, sus ideas, frente a las creencias como necesario referente en la construcción de la historia, y la pugna entre unas y otras marcará la lucha fraticida que atraviesa en las décadas siguientes el mundo hispánico, su devenir histórico.
De alguna manera tal es la cuestión decisiva, por encima de cualquier otra, a uno y otro lado de ese mundo bañado por el Atlántico, a partir de la reinstauración del absolutismo por Fernando VII en 1814. Hasta el punto de que sólo la pérdida de la perspectiva autonómica y federal en el seno de la Monarquía y de los derechos y principios que implicaba la Constitución de Cádiz promueve definitivamente la opción por la independencia entre quienes luchan contra la reinstauración del viejo orden en las guerras civiles que en América llevaron a las separaciones. Hasta el punto, carente de precedente en cualquier otra historia imperial o colonial, de que con el pronunciamiento en Cabezas de San Juan que conduce a la reinstauración de la Pepa en 1820, Riego rehúsa embarcar las tropas destinadas a luchar contra los liberales americanos y en su lugar las dirige a Madrid para forzar la implantación de esta Constitución. Sólo desaparecida de nuevo su vigencia, y con ella la de cualquier posible evolución interpretadora en sus parámetros del encaje de las aspiraciones liberales americanas, identificada definitivamente la permanencia del poder español con la del absolutismo, es cuando los liberales americanos realizan finalmente sus ideas en la historia a través de las independencias. Pues así como la presencia de 60 diputados americanos en Cádiz nos muestra que la Pepafue un proyecto hemisférico; la de firmantes americanos en el Manifiesto de los Persas que instó a Fernando VII a la reinstauración del absolutismo en 1814 muestra que éste también lo fue. Hasta el punto, en definitiva, de que el qué determina al quiénes, la opción por el contrato social frente al poder absoluto, la creación de comunidades políticas distintas y su organización en Estados tras la realización efectiva de las independencias. Cuestión decisiva, esencial, que no tiene sólo como corolario los procesos de construcción nacional e identitaria y de escritura o reescritura de la historia que tienen lugar en las repúblicas americanas, sino también el de la independencia de España y la necesidad de reinvención de ésta que conlleva. Pues el discurso clásico que presenta el proceso de creación de las repúblicas americanas como su independencia de España presupone que éstas y España eran previamente comunidades políticas diferenciadas y no que, como proclamaba la Constitución de Cádiz, la nación española cuya soberanía afirmaba fuese “la reunión de los españoles de ambos hemisferios”. Cuando, como ha demostrado la historiografía reciente, el sujeto político previo era una un Imperio, la Monarquía Católica, aglutinado por la común soberanía del monarca, que Cádiz intentaba transformar en Monarquía Constitucional afirmando la soberanía de los habitantes de todos sus territorios. Su ruptura implica el desmembramiento del Imperio, del que todas sus partes, incluyendo la que impulsó su creación, son herederas. Y a todas se les plantea un reto de reinvención, de construcción nacional desde la nueva comunidad política constituida. Todas, de alguna manera, si ése es el término que se quiere utilizar, se independizan.
Bien pudiera sostenerse también, frente al relato canónico, que la España que resiste al orden napoleónico, la que cuestiona la legitimidad de éste y le derrota, no es sólo la del Cádiz sitiado, sino éste y los territorios de ultramar que lo sostienen y cuyos representantes participan en sus Cortes. Y que la restauración del absolutismo por Fernando VII da lugar a una nueva guerra de legitimidades en el mundo hispánico, saldada primero en América y después en España a favor del liberalismo constitucional, al precio de la implosión y fragmentación del Imperio.
La independencia de España, implica para ésta el fin de su dependencia económica de América – que plantea la necesidad de búsqueda de un nuevo modelo económico – y de su condición de potencia de primer orden, consagrado en el Congreso de Viena. Y la necesidad de reinventarse, de concebirse de nuevo en su nueva realidad y límites, algo que no asumirá, sin embargo, hasta 1898.
La promulgación de la Pepa, los bicentenarios de la independencia de España y, sobre todo, el paso de las creencias a las ideas como motor de la historia, la afirmación del contrato social como fundamento de la ley y del sistema político, suponen un sueño y referente compartido, de pasado y de futuro, en el caminar por la historia de los pueblos que la alumbramos, para los que fue alumbrada.
En calquer xornal, podes topar de iso
Decía María Zambrano que el hombre es el único ser que no sólo padece la historia, sino también la hace. Que en ese hacer la historia ha buscado el ser humano la realización de creencias y de ideas; pero que mientras las creencias nos ligan necesariamente hacia el pasado, las ideas nos orientan hacia el futuro y lo adelantan.
Se cumplen en estos tiempos con el de la Constitución de Cádiz, los bicentenarios de las independencias, un parteaguas, un punto de inflexión de la historia de los pueblos de los entonces españoles de ambos hemisferios que la alumbraron, no sólo en el qué, sino también y especialmente en el cómo de ese hacer la historia. De las creencias a las ideas como guía y motor de ésta. De la sociedad cerrada a la sociedad abierta.
Fin de un mundo construido en ambos hemisferios sobre la expansión por la conquista –reconquista peninsular primero, conquista del nuevo mundo descubierto después- de una creencia, la fe católica común que lo aglutinaba junto a la común condición de súbditos de un monarca cuya legitimidad dinástica provenía de la voluntad de Dios. Un mundo que se ve cuestionado a partir de 1808 con las abdicaciones de Bayona y la imposición de José Bonaparte. El cuestionamiento de la validez de éstas y por ello de la legitimidad de la nueva dinastía lleva al levantamiento, a la creación de las juntas, siempre en nombre del Rey deseado, y en definitiva en Cádiz a la afirmación de una nueva fuente de legitimidad aglutinadora de la Monarquía: la voluntad del pueblo que suscribe a través de la reunión en Cortes de sus representantes el contrato social expresado en la Constitución para garantizar los derechos fundamentales de los ciudadanos, afirmar su condición de tales, y regular el funcionamiento del Estado y sus instituciones. Se establece no sólo la división de poderes, sino también el triple nivel nacional, provincial y municipal en que se organizarían sus territorios peninsulares, americanos y asiáticos. A partir de su proclamación, se instalan las ideas, sus ideas, frente a las creencias como necesario referente en la construcción de la historia, y la pugna entre unas y otras marcará la lucha fraticida que atraviesa en las décadas siguientes el mundo hispánico, su devenir histórico.
De alguna manera tal es la cuestión decisiva, por encima de cualquier otra, a uno y otro lado de ese mundo bañado por el Atlántico, a partir de la reinstauración del absolutismo por Fernando VII en 1814. Hasta el punto de que sólo la pérdida de la perspectiva autonómica y federal en el seno de la Monarquía y de los derechos y principios que implicaba la Constitución de Cádiz promueve definitivamente la opción por la independencia entre quienes luchan contra la reinstauración del viejo orden en las guerras civiles que en América llevaron a las separaciones. Hasta el punto, carente de precedente en cualquier otra historia imperial o colonial, de que con el pronunciamiento en Cabezas de San Juan que conduce a la reinstauración de la Pepa en 1820, Riego rehúsa embarcar las tropas destinadas a luchar contra los liberales americanos y en su lugar las dirige a Madrid para forzar la implantación de esta Constitución. Sólo desaparecida de nuevo su vigencia, y con ella la de cualquier posible evolución interpretadora en sus parámetros del encaje de las aspiraciones liberales americanas, identificada definitivamente la permanencia del poder español con la del absolutismo, es cuando los liberales americanos realizan finalmente sus ideas en la historia a través de las independencias. Pues así como la presencia de 60 diputados americanos en Cádiz nos muestra que la Pepafue un proyecto hemisférico; la de firmantes americanos en el Manifiesto de los Persas que instó a Fernando VII a la reinstauración del absolutismo en 1814 muestra que éste también lo fue. Hasta el punto, en definitiva, de que el qué determina al quiénes, la opción por el contrato social frente al poder absoluto, la creación de comunidades políticas distintas y su organización en Estados tras la realización efectiva de las independencias. Cuestión decisiva, esencial, que no tiene sólo como corolario los procesos de construcción nacional e identitaria y de escritura o reescritura de la historia que tienen lugar en las repúblicas americanas, sino también el de la independencia de España y la necesidad de reinvención de ésta que conlleva. Pues el discurso clásico que presenta el proceso de creación de las repúblicas americanas como su independencia de España presupone que éstas y España eran previamente comunidades políticas diferenciadas y no que, como proclamaba la Constitución de Cádiz, la nación española cuya soberanía afirmaba fuese “la reunión de los españoles de ambos hemisferios”. Cuando, como ha demostrado la historiografía reciente, el sujeto político previo era una un Imperio, la Monarquía Católica, aglutinado por la común soberanía del monarca, que Cádiz intentaba transformar en Monarquía Constitucional afirmando la soberanía de los habitantes de todos sus territorios. Su ruptura implica el desmembramiento del Imperio, del que todas sus partes, incluyendo la que impulsó su creación, son herederas. Y a todas se les plantea un reto de reinvención, de construcción nacional desde la nueva comunidad política constituida. Todas, de alguna manera, si ése es el término que se quiere utilizar, se independizan.
Bien pudiera sostenerse también, frente al relato canónico, que la España que resiste al orden napoleónico, la que cuestiona la legitimidad de éste y le derrota, no es sólo la del Cádiz sitiado, sino éste y los territorios de ultramar que lo sostienen y cuyos representantes participan en sus Cortes. Y que la restauración del absolutismo por Fernando VII da lugar a una nueva guerra de legitimidades en el mundo hispánico, saldada primero en América y después en España a favor del liberalismo constitucional, al precio de la implosión y fragmentación del Imperio.
La independencia de España, implica para ésta el fin de su dependencia económica de América – que plantea la necesidad de búsqueda de un nuevo modelo económico – y de su condición de potencia de primer orden, consagrado en el Congreso de Viena. Y la necesidad de reinventarse, de concebirse de nuevo en su nueva realidad y límites, algo que no asumirá, sin embargo, hasta 1898.
La promulgación de la Pepa, los bicentenarios de la independencia de España y, sobre todo, el paso de las creencias a las ideas como motor de la historia, la afirmación del contrato social como fundamento de la ley y del sistema político, suponen un sueño y referente compartido, de pasado y de futuro, en el caminar por la historia de los pueblos que la alumbramos, para los que fue alumbrada.
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