El señor Rajoy no solo ha dilapidado en cien días y al completo su crédito, sino que ha asesinado su condición de político, y, lo que es más grave, la confianza de los ciudadanos en la actividad política, ya tan mermada desde tiempo.
Lo sorprendente será que, con seguridad, sus votantes le apoyarán en bloque, justificando toda actuación, pero cualquier persona objetiva y neutral entiende que no se pueden ni deben variar las promesas por muy cambiantes que sean las circunstancias. El margen de confianza otorgado por los votos tiene límite y ningún mandatario democrático del mundo puede hacer lo que le venga en mente, especialmente cuando se tiene un Parlamento dócil y seguidista sin traba, y ni siquiera con la disculpa del interés general. Eso hay que contrastarlo nuevamente en las urnas. El señor Rajoy, herido de muerte por sus incumplimientos brutales, debería -no se rían- convocar elecciones de modo inmediato y exponer sus deseos para que los ciudadanos opinen.
Si la palabra dada no vale como garantía, la política deja de ser tal y pasa a ser juego de tramposos crónicos e incorregibles.
Al anterior Presidente se le reprochó hasta la saciedad la toma de decisiones contrarias a su programa y sobre hechos que no había prometido explícitamente, y le supuso su anulación política.
No se puede ser tan brutal, especialmente en un sistema democrático. No se puede humillar a los ciudadanos, sobre todo a los más desprotegidos. Si no supiéramos en qué sistema político estamos, bien pudiera decirse que estamos en una dictadura. Y, muy en particular, no se puede favorecer y como siempre a los poderosos, que en este caso son los banqueros. Hay que saber hasta dónde llega su pozo sin fondo y su codicia. No se puede ceder ante todas sus pretensiones bajo la coartada de que sus quiebras originarían males colectivos. Pues que los originen, tal vez fuera el revulsivo adecuado, y en todo caso es necesario, desde un mínimo punto de vista social, cortar sus abusos infinitos. No se les puede salvar con dinero público, público, o sea de los ciudadanos, sin consultarles, y además con el engaño de que son préstamos a devolver.
El señor Rajoy se hartó de decir que era – ¡qué tristeza, hablar ya en pasado! – un hombre previsible, y que cumplía su palabra y sus compromisos por encima de todo. Desde ayer el señor Rajoy es una burla para los españoles, un fantasma sin sábana, un cadáver andante, grotesco hazmerreír, lamentable caricatura de lo político. Faltar a la palabra dada de una manera tan grosera, extingue nuestra condición de personas. El señor Rajoy ha asesinado la política.
Lo sorprendente será que, con seguridad, sus votantes le apoyarán en bloque, justificando toda actuación, pero cualquier persona objetiva y neutral entiende que no se pueden ni deben variar las promesas por muy cambiantes que sean las circunstancias. El margen de confianza otorgado por los votos tiene límite y ningún mandatario democrático del mundo puede hacer lo que le venga en mente, especialmente cuando se tiene un Parlamento dócil y seguidista sin traba, y ni siquiera con la disculpa del interés general. Eso hay que contrastarlo nuevamente en las urnas. El señor Rajoy, herido de muerte por sus incumplimientos brutales, debería -no se rían- convocar elecciones de modo inmediato y exponer sus deseos para que los ciudadanos opinen.
Si la palabra dada no vale como garantía, la política deja de ser tal y pasa a ser juego de tramposos crónicos e incorregibles.
Al anterior Presidente se le reprochó hasta la saciedad la toma de decisiones contrarias a su programa y sobre hechos que no había prometido explícitamente, y le supuso su anulación política.
No se puede ser tan brutal, especialmente en un sistema democrático. No se puede humillar a los ciudadanos, sobre todo a los más desprotegidos. Si no supiéramos en qué sistema político estamos, bien pudiera decirse que estamos en una dictadura. Y, muy en particular, no se puede favorecer y como siempre a los poderosos, que en este caso son los banqueros. Hay que saber hasta dónde llega su pozo sin fondo y su codicia. No se puede ceder ante todas sus pretensiones bajo la coartada de que sus quiebras originarían males colectivos. Pues que los originen, tal vez fuera el revulsivo adecuado, y en todo caso es necesario, desde un mínimo punto de vista social, cortar sus abusos infinitos. No se les puede salvar con dinero público, público, o sea de los ciudadanos, sin consultarles, y además con el engaño de que son préstamos a devolver.
El señor Rajoy se hartó de decir que era – ¡qué tristeza, hablar ya en pasado! – un hombre previsible, y que cumplía su palabra y sus compromisos por encima de todo. Desde ayer el señor Rajoy es una burla para los españoles, un fantasma sin sábana, un cadáver andante, grotesco hazmerreír, lamentable caricatura de lo político. Faltar a la palabra dada de una manera tan grosera, extingue nuestra condición de personas. El señor Rajoy ha asesinado la política.