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A VILAVELLA: Hoy me echó la Moñuda de la cama por compararla con...

Hoy me echó la Moñuda de la cama por compararla con uno de esos muñecos de nieve con bufanda que aparecen por doquier en este hermoso invierno.
Así es que me vine al despacho a horas tan desacostumbradas y, como despecho, me van a permitir que les narre la truncada historia de mi primera novia, historia ya muy popular por tierras de Salamanca.
Tomasa era una lozana moza de Villarino de Los Aires. Yendo de pesca al Tormes, la conocí como pastora de tiernos y bucólicos corderillos en un prado de tan hermosa ribera. Y fue tal el enamoramiento repentino, que abandoné la caña para siempre, sustituyéndola por una gaita de fole, emulando a Salicio y Nemeroso.
En aquellos lejanos tiempos dirigía mi padre la mina de Barruecopardo, donde viví media docena de jóvenes y felices años.
El día de la fiesta de Villarino, este servidor de la Patria, como un clavo en la puerta de la iglesia, a la salida de misa, buscando aquel rostro celestial. Tomasa dejó traslucir a través del velo que cubría su rostro una deliciosa sonrisa, al tiempo que su madre, del brazo de la novia, le cuchicheaba algo al oído. Entonces fue cuando me convidaron a comer.
La comida eran unas alubias pintas. Bueno, unas alubias pintas con su oreja, su morro, sus manitas de cerdo y algún tropezón de chorizo... Comí un plato de ellas, y me abstuve de rebañarlo con pan por ese incremento de urbanidad que me producía la situación de mi primera entrada en su casa.
Tomasa se metió tres platos, de los hondos --más bien profundos--, entre pecho y espalda.
--Es mi comida preferida. Por eso me las hace mamá el día de la fiesta-- sentenció, y de inmediato dijo que se iba a dormir la siesta.
Este servidor agradeció a la madre tan exquisito manjar, y, con la promesa de regresar para llevar a Tomasa al baile, salí a entretenerme con la partida de calva que echaban los mozos en la era.
A las seis de la tarde pasé a recoger a mi deliciosa Tomasa. Estaba divina, con aquel rubor en sus mejillas y la fecunda naturaleza del paisaje en sus prietas carnes.
Bailamos un pasodoble con aquella humilde fanfarria. Bailamos un foxtrot, y un tango, y un bolero con los cuerpos confundidos...
Entonces llegó la jota. Apartamos nuestros cuerpos, levantamos nuestros brazos, dos saltitos para allá y otro para acá, y entonces... se le cayó un higo seco de entre las sayas, al suelo. Como para mí los higos secos siempre fueron un exquisito manjar, me agaché raudo, lo froté contra la manga y con fruición me lo comí.
Fue entonces cuando sonó y bailamos apasionadamente aquel vals: tra, tralaralá, tlararará, laralalala... ¡Pom! Tra, tralaralá, tralarará, laralalala ¡Pom, Pom!...
--Un poco cargada de bombo --opiné a su oído.
Pero entonces advertí que la charanga sólo tenía tambor. Allí no había ningún bombo...
Tra, tralaralá, tralaralá, laralala ¡Pom, pom, pom!
-- ¡Tomasa! ¡Vaya pedorrera!
-- ¡Por tu culpa, que te comiste la tapadera!