Decidió al fin Don José, ayer noche, despojar su cuerpo de las negras vestiduras, y poco a poco se fue quedando en reducidos paños, hasta que se zambulló en la cama. Mascullando una oración, pensaba de esta suerte:
" ¡Dios sacramentado, cuantísimo dinero!. Me dijo Zé de las Carvajas que su jefe cuenta su caudal por millones... Y todos los billetes son de quinientos. ¿Cómo será un millón? Quisiera yo verlo. Dehesas, casas, renta de bonos del Estado,... Ya lo creo. Y el hombre de capital mira mucho por el orden, hasta por la Iglesia, y no quiere que la nación se ponga a dar zapatetas en el aire. ¡Virgen pura, cuantísimos dinerales! Se me figura que no voy a dormir esta noche, porque ya se sabe, si me da por ver cosas de moneda, me despabilo y..."
Pero aún estando inquieto, dio media vuelta entre las sábanas, y se durmió con sus miopes ojos detenidos en una foto fija de un gran fajo de billetes de quinientos. Y soñó que le había caído el premio gordo. Porque conviene advertir ahora, para redondear la figura de Don José, que éste no tiene ni tuvo jamás ningún vicio, pues no podía tenerse por tal el onanismo, ni el aprovechamiento de las colillas que dejaba sobre su mesa el obispo de Pernambuco. Bebida, mujeres, naipes, fueron siempre para él letra muerta.
Por donde únicamente podía prepararle la zancadilla el tuno de Luzbel era por su desmedida afición al sórdido ahorro, y por la antigua maña de tantear la suerte en la lotería, con la codiciosa ilusión de sacarse una buena porrada de dinero y aumentar así los caudales que guarda en el arca de la nata.
Todas las semanas compra en compañía del sacristán, Zé de las Carvajas, un decimito a medias, pero su constancia no tuvo más premio que alguna corta recompensa de la pedrea. Y siempre le alienta la risueña esperanza de dar un toque maestro el mejor día.
Esta noche su sueño fue más que nunca tormentoso, con los ojos enmarañados en billetes de quinientos, y preñado su cerebro de confusos líos aritméticos.
Cuando despertó, lo hizo con la certidumbre de haber dado el golpe.
-- ¡El gordo! ¡Nos ha tocado el gordo! ¡Ya te había dicho, majadero Zé, que este capicúa no podía fallar! ¡Qué suerte! ¡Madre amorosa del Sagrario, la suerte, que me la he sacado, que bien sabía yo que nunca moriría sin sacarla alguna vez!
Y entonces fue cuando el bueno de Las Carvajas le refirió, con toda la discreción y el cuidado necesario, la suerte que había tenido aquella noche Don José:
-- ¡Mire que el cabronazo de mi jefe ha desaparecido, llevándose el cofre ése que tenía usted al lado del orinal, ése al que usted llama siempre "el arca de la nata!
" ¡Dios sacramentado, cuantísimo dinero!. Me dijo Zé de las Carvajas que su jefe cuenta su caudal por millones... Y todos los billetes son de quinientos. ¿Cómo será un millón? Quisiera yo verlo. Dehesas, casas, renta de bonos del Estado,... Ya lo creo. Y el hombre de capital mira mucho por el orden, hasta por la Iglesia, y no quiere que la nación se ponga a dar zapatetas en el aire. ¡Virgen pura, cuantísimos dinerales! Se me figura que no voy a dormir esta noche, porque ya se sabe, si me da por ver cosas de moneda, me despabilo y..."
Pero aún estando inquieto, dio media vuelta entre las sábanas, y se durmió con sus miopes ojos detenidos en una foto fija de un gran fajo de billetes de quinientos. Y soñó que le había caído el premio gordo. Porque conviene advertir ahora, para redondear la figura de Don José, que éste no tiene ni tuvo jamás ningún vicio, pues no podía tenerse por tal el onanismo, ni el aprovechamiento de las colillas que dejaba sobre su mesa el obispo de Pernambuco. Bebida, mujeres, naipes, fueron siempre para él letra muerta.
Por donde únicamente podía prepararle la zancadilla el tuno de Luzbel era por su desmedida afición al sórdido ahorro, y por la antigua maña de tantear la suerte en la lotería, con la codiciosa ilusión de sacarse una buena porrada de dinero y aumentar así los caudales que guarda en el arca de la nata.
Todas las semanas compra en compañía del sacristán, Zé de las Carvajas, un decimito a medias, pero su constancia no tuvo más premio que alguna corta recompensa de la pedrea. Y siempre le alienta la risueña esperanza de dar un toque maestro el mejor día.
Esta noche su sueño fue más que nunca tormentoso, con los ojos enmarañados en billetes de quinientos, y preñado su cerebro de confusos líos aritméticos.
Cuando despertó, lo hizo con la certidumbre de haber dado el golpe.
-- ¡El gordo! ¡Nos ha tocado el gordo! ¡Ya te había dicho, majadero Zé, que este capicúa no podía fallar! ¡Qué suerte! ¡Madre amorosa del Sagrario, la suerte, que me la he sacado, que bien sabía yo que nunca moriría sin sacarla alguna vez!
Y entonces fue cuando el bueno de Las Carvajas le refirió, con toda la discreción y el cuidado necesario, la suerte que había tenido aquella noche Don José:
-- ¡Mire que el cabronazo de mi jefe ha desaparecido, llevándose el cofre ése que tenía usted al lado del orinal, ése al que usted llama siempre "el arca de la nata!