Regresé de Madrid en el Tren Hotel ayer por la noche.
Como el billete ahora lo sacamos en casa, llegué a la estación de Chamartín a las 22:00 horas en un tren de cercanías desde Sol, y disfruté unos veinte minutos de no sé muy bien qué partido de fútbol en una TV de la cafetería.
Dos mesas más allá había una pareja muy acaramelada. Él como una lapa. Ella como una roca. Intercambiaban sin cesar el jugo de sus glándulas salivares, mientras sus manos exploraban con disimulo los más recónditos rincones de sus anatomías.
A las 10:20 horas bajé la escalera mecánica, busqué mi asiento y me acomodé para aguantar cinco horas de traqueteo por Ávila, Medina, Zamora y Puebla hasta La Gudiña.
Al mirar por la ventanilla, allí estaban ellos, dale que te pego, al pie del control, despidiéndose con toda clase de arrumacos.
Entró la moza en mi vagón, buscó su asiento y resultó ser mi compañera de viaje.
Después de acicalarse durante unos minutos, me miró de soslayo, creo que con cierto disgusto por el carcamal que le había tocado al lado. Pero el tren venía lleno, y no tuvo ocasión de acomodarse en otro lado.
--Buenas noches, señor, --me dijo con mucho respeto y educación-- ¿Va usted muy lejos?.
--Sí señorita. Muy lejos.
-- ¿Podría usted despertarme sobre las 3:00?
--Podré, señorita. Así lo haré. Duerma tranquila y que tenga usted maravillosos sueños.
La buena moza se sonrió complacida, adecuó el asiento, y se quedó dormida como un lirón nada más apoyar la cabeza en el respaldo.
Un servidor, mientras tanto, se ocupó en la lectura de una novela de Umberto Eco, visité dos veces la cafetería y otras tantas el servicio higiénico.
Al ir llegando a Puebla, desperté a la doncella con un suave toque en su hombro desnudo.
--Señorita: estamos llegando a Puebla de Sanabria.
--Gracias. Muchas gracias, caballero. Mi parada es la siguiente.
--Ah, pues yo también me bajo en La Gudiña. Qué casualidad --dije sorprendido, pues nunca había visto por la comarca a tan hermosa mujer.
-- ¿Es usted de La Gudiña?--me preguntó.
--No, no. Tengo que desplazarme a doce kilómetros.
-- ¿Y habrá taxis a estas horas en la estación?
--Creo que no, pero yo tengo mi coche aparcado en la gasolinera desde hace cuatro días. Lo dejé allí, porque me parece que queda más seguro que en la estación. Cuando lleguemos, me doy ese paseo, que también conviene estirar un poco las piernas después de tan largo viaje.
--De eso nada, señor. No lo puedo consentir --me dijo con mucha amabilidad--. Usted se viene con nosotros hasta la gasolinera, que está mi marido con el coche esperando en la estación.
Me quedé mudo. Sin habla.
Y así fue. El marido la esperaba dentro del coche. No se bajó para abrazarla, ni para guardar la maleta, ni para abrirle la puerta...
Me quedé boquiabierto en la gasolinera, al pie de mi coche. Hasta se me olvidó preguntarle a qué pueblo iban, porque todas las palabras de mi vocabulario me habían abandonado.
Como el billete ahora lo sacamos en casa, llegué a la estación de Chamartín a las 22:00 horas en un tren de cercanías desde Sol, y disfruté unos veinte minutos de no sé muy bien qué partido de fútbol en una TV de la cafetería.
Dos mesas más allá había una pareja muy acaramelada. Él como una lapa. Ella como una roca. Intercambiaban sin cesar el jugo de sus glándulas salivares, mientras sus manos exploraban con disimulo los más recónditos rincones de sus anatomías.
A las 10:20 horas bajé la escalera mecánica, busqué mi asiento y me acomodé para aguantar cinco horas de traqueteo por Ávila, Medina, Zamora y Puebla hasta La Gudiña.
Al mirar por la ventanilla, allí estaban ellos, dale que te pego, al pie del control, despidiéndose con toda clase de arrumacos.
Entró la moza en mi vagón, buscó su asiento y resultó ser mi compañera de viaje.
Después de acicalarse durante unos minutos, me miró de soslayo, creo que con cierto disgusto por el carcamal que le había tocado al lado. Pero el tren venía lleno, y no tuvo ocasión de acomodarse en otro lado.
--Buenas noches, señor, --me dijo con mucho respeto y educación-- ¿Va usted muy lejos?.
--Sí señorita. Muy lejos.
-- ¿Podría usted despertarme sobre las 3:00?
--Podré, señorita. Así lo haré. Duerma tranquila y que tenga usted maravillosos sueños.
La buena moza se sonrió complacida, adecuó el asiento, y se quedó dormida como un lirón nada más apoyar la cabeza en el respaldo.
Un servidor, mientras tanto, se ocupó en la lectura de una novela de Umberto Eco, visité dos veces la cafetería y otras tantas el servicio higiénico.
Al ir llegando a Puebla, desperté a la doncella con un suave toque en su hombro desnudo.
--Señorita: estamos llegando a Puebla de Sanabria.
--Gracias. Muchas gracias, caballero. Mi parada es la siguiente.
--Ah, pues yo también me bajo en La Gudiña. Qué casualidad --dije sorprendido, pues nunca había visto por la comarca a tan hermosa mujer.
-- ¿Es usted de La Gudiña?--me preguntó.
--No, no. Tengo que desplazarme a doce kilómetros.
-- ¿Y habrá taxis a estas horas en la estación?
--Creo que no, pero yo tengo mi coche aparcado en la gasolinera desde hace cuatro días. Lo dejé allí, porque me parece que queda más seguro que en la estación. Cuando lleguemos, me doy ese paseo, que también conviene estirar un poco las piernas después de tan largo viaje.
--De eso nada, señor. No lo puedo consentir --me dijo con mucha amabilidad--. Usted se viene con nosotros hasta la gasolinera, que está mi marido con el coche esperando en la estación.
Me quedé mudo. Sin habla.
Y así fue. El marido la esperaba dentro del coche. No se bajó para abrazarla, ni para guardar la maleta, ni para abrirle la puerta...
Me quedé boquiabierto en la gasolinera, al pie de mi coche. Hasta se me olvidó preguntarle a qué pueblo iban, porque todas las palabras de mi vocabulario me habían abandonado.