TODOS LOS JUBILADOS TUVIMOS VEINTE AÑOS
A Tel, estudiante de medicina, melenudo y bien parecido, le había comprado un seiscientos de segunda mano el abuelo materno, para que, desde Salamanca, los visitara algunos fines de semana en Pentes.
Un domingo primaveral, de los primeros de mayo, circulaba camino de Salamanca por la N 525, cuando a la altura del pueblo del señor Inda se encontró con una verbena diurna, y decidió parar, obedeciendo a la llamada hormonal de su tierna juventud.
No tenía conocidos, ni bebía. Así es que se limitó a echar un vistazo. Y sus ojos juveniles se detuvieron en una preciosa joven morena que bailaba la yenka con tres niñas adolescentes. Raya al medio, dos trenzas maravillosas y unos ojos luminosos que no tardaron en cruzarse repetidamente con los suyos.
Al cabo de media hora se fue acercando, y con una timidez a medias disimulada, se atrevió a pedirle baile. Era el "Va y ven del Suco Suco".
Bailaron hasta las diez, sin perder una sola pieza. Hablaron y hablaron. Rieron y rieron, derrochando ambos simpatía. Ella resultó ser la señorita Domi, que había venido con las tres niñas mayores de su escuela de Hedroso al baile de antes de cenar en su ochocientos cincuenta.
¿Hablaron de amor?... Qué va. Hablaron de Mortadelo y Filemón, de Asterix y otros tebeos. Ella le dijo también que casi todos los fines de semana los pasaba en Zamora con sus amigas.
--Yo puedo venir desde Salamanca a Zamora también los fines de semana, y ser tu amigo.
-- ¿Cuántos años tienes?
--Veinte.
--Me resultas peligrosamente joven. Deberías buscarte amigas de tu edad y algo más jóvenes, que yo ya tengo veinticuatro.
--Vale, abuelita. Si tú quieres, adelanto el reloj ahora mismo cuatro años para que podamos ser amigos...
El fin de semana siguiente Tel se acercó a Zamora. Anduvo toda la tarde de cafetería en cafetería y de sala de baile en sala de baile... buscando aquellas trenzas, aquella cara divina, aquellos ojos, aquellas piernas de diosa griega. En vano. Y así todo el mes de mayo.
En junio entró en una discoteca que no había visto antes, cerca del Mercado de Abastos: Neptuno. Se sentó con un zumo de piña en una mesa. Y al cuarto de hora le tocaron por detrás en un hombro:
-- ¿Pero qué haces tú aquí?
Estaba mucho más guapa todavía con la melena suelta y una minifalda rabiosa, aquella mujer de veinticuatro años que no lograba quitarse de la cabeza.
Y bailaron media hora sin hablar. Acoplados como dos tablas machihembradas, como dos piezas perfectas del mismo rompecabezas. Ella lo besó largamente. Él la apretaba sin querer. No podía evitarlo.
En alguna verbena de las Frieiras ya le había dicho alguna moza "que cambiara la linterna para el bolsillo de atrás", pero hoy no. Tampoco hacían falta palabras. Ella se apretaba impulsivamente tanto como él... Probablemente llegararon a intercambiar en aquella humedad sus ácidos desoxirribonucleicos a través de las lenguas y de tan finas telas veraniegas.
Entonces apareció un Barrabás cejijunto, el pelo rapado, patillas anchas y peludas. La separó de Tel, y le sacudió en medio de la pista una bofetada impresionante, tirando al suelo aquella mujer tan hermosa...
Tel reaccionó de inmediato, propinándole un puntapié en las criadillas al energúmeno con sus botos de cuero de punta afilada, y un fuerte cabezazo en su prominente nariz. Barrabás cayó de espaldas al tropezar con el altillo de madera donde estaban las mesas, sangrando por su apagavelas, y Tel, de haber tenido encima la pelliza de su abuelo, con su martillo y sus puntas de acantear, le hubiera clavado las orejas a aquellos viejos tablones del altillo. Pero dos mastodontes de seguridad lo inmovilizaron, lo sacaron a la calle y lo mandaron de vuelta a Salamanca, diciéndole que aquel hombre era un sargento del Ejército Español, y también el novio que la señorita Domi tenía en su pueblo... Menos mal que no quería denunciarlo...
Pasado un tiempo Tel vino a enterarse de que la maestra y el sargento contrajeron matrimonio y vivieron en Cornellá. Pero ella se marchitó antes de los treinta, paliza tras paliza, con una depresión profunda y permanente y una adición que la llevó prematura a la tumba.
Barrabás se jubiló de brigada. Dios le perdone si lo suyo es perdonable.
A Tel, estudiante de medicina, melenudo y bien parecido, le había comprado un seiscientos de segunda mano el abuelo materno, para que, desde Salamanca, los visitara algunos fines de semana en Pentes.
Un domingo primaveral, de los primeros de mayo, circulaba camino de Salamanca por la N 525, cuando a la altura del pueblo del señor Inda se encontró con una verbena diurna, y decidió parar, obedeciendo a la llamada hormonal de su tierna juventud.
No tenía conocidos, ni bebía. Así es que se limitó a echar un vistazo. Y sus ojos juveniles se detuvieron en una preciosa joven morena que bailaba la yenka con tres niñas adolescentes. Raya al medio, dos trenzas maravillosas y unos ojos luminosos que no tardaron en cruzarse repetidamente con los suyos.
Al cabo de media hora se fue acercando, y con una timidez a medias disimulada, se atrevió a pedirle baile. Era el "Va y ven del Suco Suco".
Bailaron hasta las diez, sin perder una sola pieza. Hablaron y hablaron. Rieron y rieron, derrochando ambos simpatía. Ella resultó ser la señorita Domi, que había venido con las tres niñas mayores de su escuela de Hedroso al baile de antes de cenar en su ochocientos cincuenta.
¿Hablaron de amor?... Qué va. Hablaron de Mortadelo y Filemón, de Asterix y otros tebeos. Ella le dijo también que casi todos los fines de semana los pasaba en Zamora con sus amigas.
--Yo puedo venir desde Salamanca a Zamora también los fines de semana, y ser tu amigo.
-- ¿Cuántos años tienes?
--Veinte.
--Me resultas peligrosamente joven. Deberías buscarte amigas de tu edad y algo más jóvenes, que yo ya tengo veinticuatro.
--Vale, abuelita. Si tú quieres, adelanto el reloj ahora mismo cuatro años para que podamos ser amigos...
El fin de semana siguiente Tel se acercó a Zamora. Anduvo toda la tarde de cafetería en cafetería y de sala de baile en sala de baile... buscando aquellas trenzas, aquella cara divina, aquellos ojos, aquellas piernas de diosa griega. En vano. Y así todo el mes de mayo.
En junio entró en una discoteca que no había visto antes, cerca del Mercado de Abastos: Neptuno. Se sentó con un zumo de piña en una mesa. Y al cuarto de hora le tocaron por detrás en un hombro:
-- ¿Pero qué haces tú aquí?
Estaba mucho más guapa todavía con la melena suelta y una minifalda rabiosa, aquella mujer de veinticuatro años que no lograba quitarse de la cabeza.
Y bailaron media hora sin hablar. Acoplados como dos tablas machihembradas, como dos piezas perfectas del mismo rompecabezas. Ella lo besó largamente. Él la apretaba sin querer. No podía evitarlo.
En alguna verbena de las Frieiras ya le había dicho alguna moza "que cambiara la linterna para el bolsillo de atrás", pero hoy no. Tampoco hacían falta palabras. Ella se apretaba impulsivamente tanto como él... Probablemente llegararon a intercambiar en aquella humedad sus ácidos desoxirribonucleicos a través de las lenguas y de tan finas telas veraniegas.
Entonces apareció un Barrabás cejijunto, el pelo rapado, patillas anchas y peludas. La separó de Tel, y le sacudió en medio de la pista una bofetada impresionante, tirando al suelo aquella mujer tan hermosa...
Tel reaccionó de inmediato, propinándole un puntapié en las criadillas al energúmeno con sus botos de cuero de punta afilada, y un fuerte cabezazo en su prominente nariz. Barrabás cayó de espaldas al tropezar con el altillo de madera donde estaban las mesas, sangrando por su apagavelas, y Tel, de haber tenido encima la pelliza de su abuelo, con su martillo y sus puntas de acantear, le hubiera clavado las orejas a aquellos viejos tablones del altillo. Pero dos mastodontes de seguridad lo inmovilizaron, lo sacaron a la calle y lo mandaron de vuelta a Salamanca, diciéndole que aquel hombre era un sargento del Ejército Español, y también el novio que la señorita Domi tenía en su pueblo... Menos mal que no quería denunciarlo...
Pasado un tiempo Tel vino a enterarse de que la maestra y el sargento contrajeron matrimonio y vivieron en Cornellá. Pero ella se marchitó antes de los treinta, paliza tras paliza, con una depresión profunda y permanente y una adición que la llevó prematura a la tumba.
Barrabás se jubiló de brigada. Dios le perdone si lo suyo es perdonable.