Durante todo el tiempo que llevábamos de descanso me estuve percatando de un sonido rechinante que procedía de un rincón a mi derecha.
Cuando el sargento dejó de hablar, me volví para ver cuál era la causa del sonido. "Son cosas de Nogueira", me explicó el cabo. Volví aún más la cabeza, y vi a un legionario de rostro enjuto y amargado, que tal vez contaría veinte años.
Él me devolvió la mirada con aquella fijeza malhumorada que los oficiales provocan a menudo en los soldados, y que probablemente quiera expresar " ¿qué coños haces tú aquí, entre nosotros?".
--No le haga caso, mi teniente. --Aconsejó un legionario rechoncho.
No llegué a enterarme de lo que le pasaba al triste legionario del rincón. Durante aquella noche larga y plena de acontecimientos permaneció sentado en la oscuridad de la jaima. Primero afiló su bayoneta, hasta dejarla como el filo de una navaja de afeitar. Luego pasó el esmeril por una daga de ocho pulgadas que se sacó del cinturón. Cuando hubo realizado estas tareas, se quitó las botas. Las tenía claveteadas con largas puntas de acero, que fue afilando cuidadosa y pacientemente, una por una.
Durante toda aquella noche, Nogueira siguió su labor, sin pegar ojo. De vez en cuando levantaba su mirada para fijarla en los que comadreaban en torno a la mesa portátil del centro.
Por dos veces se tropezó con mis ojos, aguantó la mirada de un modo despectivo, resopló por la nariz, y volvió a concentrarse en su lima.
Cuando le vi por última vez, estaba afilando el gatillo de su revólver para asegurarse del rápido disparo al menor contacto con el dedo. El acero del gatillo era extremadamente duro, y la lima de Nogueira producía un sonido penetrante y chillón.
Al amanecer prescindí de aquel jovencito que tanta pena me dio, organizando su regreso a la Compañía, y recomendándolo como afilador general del Tercio en retaguardia.
Actualmente creo que es el último de los afiladores de Nogueira de Ramuín.
Cuando el sargento dejó de hablar, me volví para ver cuál era la causa del sonido. "Son cosas de Nogueira", me explicó el cabo. Volví aún más la cabeza, y vi a un legionario de rostro enjuto y amargado, que tal vez contaría veinte años.
Él me devolvió la mirada con aquella fijeza malhumorada que los oficiales provocan a menudo en los soldados, y que probablemente quiera expresar " ¿qué coños haces tú aquí, entre nosotros?".
--No le haga caso, mi teniente. --Aconsejó un legionario rechoncho.
No llegué a enterarme de lo que le pasaba al triste legionario del rincón. Durante aquella noche larga y plena de acontecimientos permaneció sentado en la oscuridad de la jaima. Primero afiló su bayoneta, hasta dejarla como el filo de una navaja de afeitar. Luego pasó el esmeril por una daga de ocho pulgadas que se sacó del cinturón. Cuando hubo realizado estas tareas, se quitó las botas. Las tenía claveteadas con largas puntas de acero, que fue afilando cuidadosa y pacientemente, una por una.
Durante toda aquella noche, Nogueira siguió su labor, sin pegar ojo. De vez en cuando levantaba su mirada para fijarla en los que comadreaban en torno a la mesa portátil del centro.
Por dos veces se tropezó con mis ojos, aguantó la mirada de un modo despectivo, resopló por la nariz, y volvió a concentrarse en su lima.
Cuando le vi por última vez, estaba afilando el gatillo de su revólver para asegurarse del rápido disparo al menor contacto con el dedo. El acero del gatillo era extremadamente duro, y la lima de Nogueira producía un sonido penetrante y chillón.
Al amanecer prescindí de aquel jovencito que tanta pena me dio, organizando su regreso a la Compañía, y recomendándolo como afilador general del Tercio en retaguardia.
Actualmente creo que es el último de los afiladores de Nogueira de Ramuín.