Una noche en Villacisneros, cuando se estaba preparando la SOE de la 3ª Compañía de la IX Bandera para unas maniobras nocturnas en las que yo no iba a participar, por ser el oficinista de la compañía, entró en la oficina el Teniente Suero, y me ordenó que preparara los bártulos para acompañarle como enlace.
Sin luna, sin luces, totalmente a oscuras, la sección inició la marcha desde las puertas del acuartelamiento, campo a través, dividida en cuatro pelotones más el vehículo del teniente como puesto de mando.
Un pelotón en cabeza, dos en los flancos (el de la izquierda pegado a la carretera que recorría la península de Djala paralela a la costa, y el de la derecha pegado a la Ría de Oro) y otro en retaguardia.
La comunicación con el puesto de mando se hacía por medio de viejos THC.
--Zorro O a Zorro 2. Corto y cambio.
Silencio absoluto. Y así, media docena de veces.
--Romerales -ordenó el teniente- Busque al pelotón del flanco izquierdo y entérese de lo que pasa. En diez minutos, aquí, con la información precisa.
Corrí saltando inexistentes obstáculos, por si los hubiese, en dirección perpendicular a la carretera. No estaban en el punto alcanzado. Inmediatamente corrí en el sentido de la marcha unos cien metros. Nada. Regresé sobre mis pasos a toda velocidad en aquella absoluta oscuridad, hasta dar con el pelotón.
--Santo y seña -voceó la voz alcoholizada del cabo Concepción, al que cariñosamente llamábamos Conchita.
-- ¡Novio de la muerte!
El aliento de Concepción era como una destilería de Escocia. No se tenía en pie, tenía que ir del brazo de un recluta, y su borrachera rezagaba cada vez más la marcha de su pelotón.
--Zorro 2 a Zorro O. Corto y cambio.
--Romerales: describa la situación.
--El cabo Concepción indispuesto, mi teniente. Ralentiza la marcha del pelotón, al necesitar asistencia para caminar.
--Romerales, tráigalo usted aquí de inmediato.
--A la orden de usted, mi teniente. Corto y cierro.
Como era una noche muy oscura, no pude apreciar las huellas, para ver si sólo era una; pero en cinco minutos me presenté ante el puesto de mando con Concepción cargado como un saco de patatas. Al depositarlo de pie en el suelo, no hubiera sido necesario aquel puñetazo de Suero, como la coz de una mula, para que Conchita enterrara los hocicos sangrantes en la arena. Sin conocimiento, tanto por el vaciado de su olorosa cantimplora, como por la extraordinaria hostia recibida, viajó el resto de la noche tirado en el suelo de aquel viejo jeep con olor a queroseno.
¿Vivirá todavía para contarlo?
No lo creo. Que Dios se haya apiadado de su alma, si es que logró conservarla, porque el cuerpo ya lo tenía bien gastado.
Sin luna, sin luces, totalmente a oscuras, la sección inició la marcha desde las puertas del acuartelamiento, campo a través, dividida en cuatro pelotones más el vehículo del teniente como puesto de mando.
Un pelotón en cabeza, dos en los flancos (el de la izquierda pegado a la carretera que recorría la península de Djala paralela a la costa, y el de la derecha pegado a la Ría de Oro) y otro en retaguardia.
La comunicación con el puesto de mando se hacía por medio de viejos THC.
--Zorro O a Zorro 2. Corto y cambio.
Silencio absoluto. Y así, media docena de veces.
--Romerales -ordenó el teniente- Busque al pelotón del flanco izquierdo y entérese de lo que pasa. En diez minutos, aquí, con la información precisa.
Corrí saltando inexistentes obstáculos, por si los hubiese, en dirección perpendicular a la carretera. No estaban en el punto alcanzado. Inmediatamente corrí en el sentido de la marcha unos cien metros. Nada. Regresé sobre mis pasos a toda velocidad en aquella absoluta oscuridad, hasta dar con el pelotón.
--Santo y seña -voceó la voz alcoholizada del cabo Concepción, al que cariñosamente llamábamos Conchita.
-- ¡Novio de la muerte!
El aliento de Concepción era como una destilería de Escocia. No se tenía en pie, tenía que ir del brazo de un recluta, y su borrachera rezagaba cada vez más la marcha de su pelotón.
--Zorro 2 a Zorro O. Corto y cambio.
--Romerales: describa la situación.
--El cabo Concepción indispuesto, mi teniente. Ralentiza la marcha del pelotón, al necesitar asistencia para caminar.
--Romerales, tráigalo usted aquí de inmediato.
--A la orden de usted, mi teniente. Corto y cierro.
Como era una noche muy oscura, no pude apreciar las huellas, para ver si sólo era una; pero en cinco minutos me presenté ante el puesto de mando con Concepción cargado como un saco de patatas. Al depositarlo de pie en el suelo, no hubiera sido necesario aquel puñetazo de Suero, como la coz de una mula, para que Conchita enterrara los hocicos sangrantes en la arena. Sin conocimiento, tanto por el vaciado de su olorosa cantimplora, como por la extraordinaria hostia recibida, viajó el resto de la noche tirado en el suelo de aquel viejo jeep con olor a queroseno.
¿Vivirá todavía para contarlo?
No lo creo. Que Dios se haya apiadado de su alma, si es que logró conservarla, porque el cuerpo ya lo tenía bien gastado.