A finales de mayo de 1.975, para celebrar que en breve se iba a licenciar nuestro amigo Inda --cambiando de aires, dejando su escuela del Sahara para incorporarse a otra de su propio pueblo, ya como civil--, lo invité a visitar la Casa de la Zoila, en el barrio moro de la ciudad.
Se presentó en el bar de nuestra cita en compañía de un tal Madriles, recluta de su mismo pueblo que se acababa de incorporar al Tercio, ambos correctamente ataviados con el traje de paseo, si bien el de Inda era de Flández, con los emblemas bordados y unas rayas en el bolsillo que indicaban 5 años de Legión. Inda sólo era un quinto, con 15 meses de servicio, y gracias. Pero ese traje tan chulo se lo prestaba el cabo Concepción, sin sus galones, cuando Inda quería presumir.
Ni que decir tiene que yo los esperaba de paisano, pues un suboficial tenía prerrogativas que se les negaban a la tropa, y no estaría bien visitar la casa de Zoila con el traje de suboficial.
Era la primera vez que la visitábamos los tres. Tenía una planta circular y, desde el punto de vista volumétrico, el espacio era un tronco de cilindro rematado con una superficie lateral cónica. En frente de la puerta de entrada había otra puerta que daba seguramente a la vivienda de aquella mujer nativa dotada de una extraordinaria belleza.
Cuando entramos, ya estaban sentados en el suelo, bordeando la circunferencia perimetral, unos veinticinco o treinta soldados de varios cuerpos diferentes. Yo era el único paisano en la reunión.
Salió aquella musa del desierto, vestida con una chilaba que realzaba su femenina belleza, y nos dijo que nos iba a servir un té a cada uno, que tomaríamos con música árabe, mientras ella ejecutaría la danza correspondiente en el espacio central disponible. Cada uno pagaríamos 5 duros por el té. Pero si en lugar de 5, todos pagábamos 20 duros, la danza iría acompañada de un estriptis integral.
Todo el mundo aportó sus 100 pesetas, y el striptease integral fue instantáneo: sólo tuvo que sacarse por la cabeza aquella bendita chilaba.
Todos quedamos pasmados. La mujer que apareció al despojarse de la chilaba era otra muy diferente: sus senos descendían cansados sobre una panza abundante que colgaba cual cascada de Iguazú, ocultando tras sus aguas la joya más recóndita de su cuerpo de mujer.
Tal vez porque mi idumentaria contrastaba con la del resto de espectadores, sus ojos me miraron fijamente y su danza fue acercándola hacia mi sorprendida y desprevenida figura, sentado en el suelo sin ninguna protección.
Un paso de baile la metió entre mis piernas, mientras con ambas manos apretaba mi cabeza, con mi inocente boca contra aquellas partes inmundas ocultas por la tremenda flacidez de sus músculos abdominales.
¡Menuda salmuera aquella! Fue como apretar contra los labios un pedazo de bacalao mal curado, en trance de putrefacción, pastoso y nauseabundo.
Me quedé sin respiración, y tuve que agarrar a tientas uno de aquellos penosos senos y retorcer brutalmente su pezón, para resucitar y salir de una vez de tan desagradable aprieto.
Zoila saltó hacia atrás, cayó transida de dolor en el suelo y vociferó unos insultos, mientras todos aquellos soldados salimos a toda prisa del local, para no vernos inmersos en un altercado.
Todos corrían y reían al mismo tiempo. Todos, menos uno que salía corriendo y escupiendo sin cesar.
Jamás volví a acercarme a la casa de Zoila.
Se presentó en el bar de nuestra cita en compañía de un tal Madriles, recluta de su mismo pueblo que se acababa de incorporar al Tercio, ambos correctamente ataviados con el traje de paseo, si bien el de Inda era de Flández, con los emblemas bordados y unas rayas en el bolsillo que indicaban 5 años de Legión. Inda sólo era un quinto, con 15 meses de servicio, y gracias. Pero ese traje tan chulo se lo prestaba el cabo Concepción, sin sus galones, cuando Inda quería presumir.
Ni que decir tiene que yo los esperaba de paisano, pues un suboficial tenía prerrogativas que se les negaban a la tropa, y no estaría bien visitar la casa de Zoila con el traje de suboficial.
Era la primera vez que la visitábamos los tres. Tenía una planta circular y, desde el punto de vista volumétrico, el espacio era un tronco de cilindro rematado con una superficie lateral cónica. En frente de la puerta de entrada había otra puerta que daba seguramente a la vivienda de aquella mujer nativa dotada de una extraordinaria belleza.
Cuando entramos, ya estaban sentados en el suelo, bordeando la circunferencia perimetral, unos veinticinco o treinta soldados de varios cuerpos diferentes. Yo era el único paisano en la reunión.
Salió aquella musa del desierto, vestida con una chilaba que realzaba su femenina belleza, y nos dijo que nos iba a servir un té a cada uno, que tomaríamos con música árabe, mientras ella ejecutaría la danza correspondiente en el espacio central disponible. Cada uno pagaríamos 5 duros por el té. Pero si en lugar de 5, todos pagábamos 20 duros, la danza iría acompañada de un estriptis integral.
Todo el mundo aportó sus 100 pesetas, y el striptease integral fue instantáneo: sólo tuvo que sacarse por la cabeza aquella bendita chilaba.
Todos quedamos pasmados. La mujer que apareció al despojarse de la chilaba era otra muy diferente: sus senos descendían cansados sobre una panza abundante que colgaba cual cascada de Iguazú, ocultando tras sus aguas la joya más recóndita de su cuerpo de mujer.
Tal vez porque mi idumentaria contrastaba con la del resto de espectadores, sus ojos me miraron fijamente y su danza fue acercándola hacia mi sorprendida y desprevenida figura, sentado en el suelo sin ninguna protección.
Un paso de baile la metió entre mis piernas, mientras con ambas manos apretaba mi cabeza, con mi inocente boca contra aquellas partes inmundas ocultas por la tremenda flacidez de sus músculos abdominales.
¡Menuda salmuera aquella! Fue como apretar contra los labios un pedazo de bacalao mal curado, en trance de putrefacción, pastoso y nauseabundo.
Me quedé sin respiración, y tuve que agarrar a tientas uno de aquellos penosos senos y retorcer brutalmente su pezón, para resucitar y salir de una vez de tan desagradable aprieto.
Zoila saltó hacia atrás, cayó transida de dolor en el suelo y vociferó unos insultos, mientras todos aquellos soldados salimos a toda prisa del local, para no vernos inmersos en un altercado.
Todos corrían y reían al mismo tiempo. Todos, menos uno que salía corriendo y escupiendo sin cesar.
Jamás volví a acercarme a la casa de Zoila.
Distinguido Sr. Romerales: Me deja usted anonadado con la fiesta que se montaron en casa de Zoila en la despedida de nuestro común amigo Inda, que poquito dinero valían en aquella época los espectáculos, lo recuerdo yo también. Me pareció todo maravilloso menos esa última parte de la sesión donde usted ha salido perfumado sin poder evitarlo y de la estampida de todos los demás, me hubiese gustado ver correr a Inda que según informaciones recibidas de buenas fuentes, era el mejor corredor de fondo del destacamento.
Me gustaría saber si el té que tomaron era rojo o negro y supongo que con mejor aroma que las partes íntimas de Zoila.
Un cordial saludo y a sus órdenes mi comandante, armas sobre el hombro... ar
Me gustaría saber si el té que tomaron era rojo o negro y supongo que con mejor aroma que las partes íntimas de Zoila.
Un cordial saludo y a sus órdenes mi comandante, armas sobre el hombro... ar
Don Telesforo contou moi ben case todo o que alí aconteceu. Pero non estou de acordo co remate.
O que realmente fixo Romerales foi aplicar unha das técnicas de autodefensa, como se se tratase do enemigo, levantando aquela muller uns centímetros, e caendo enriba dela cun xeonllo nos peitos, quedando totalmente inmovilizada.
Saíron todos en estampida, a non ser Madriles e máis eu, que tivemos que parar a un lexionario cunha cicatriz a modo de cortafogos nas barbas da meixela esquerda, que saíu do interior da casa para defende-la Zolia, cunha faca na súa man.
Menos mal que aquel individuo me conoceu a min, polo destino que eu tiña, e gardou sen máis a navalla no peto. Logo díxonos que o normal daquel espectáculo era que o elexido por Zoila acabase conseguindo uns movimentos orgásmicos na danzarina, coincidindo co remate apropiado da música e os xemidos da Zoila, tan reais como aquela vida nosa.
Así que o señor Romerales, daquela, non deu a talla.
O que realmente fixo Romerales foi aplicar unha das técnicas de autodefensa, como se se tratase do enemigo, levantando aquela muller uns centímetros, e caendo enriba dela cun xeonllo nos peitos, quedando totalmente inmovilizada.
Saíron todos en estampida, a non ser Madriles e máis eu, que tivemos que parar a un lexionario cunha cicatriz a modo de cortafogos nas barbas da meixela esquerda, que saíu do interior da casa para defende-la Zolia, cunha faca na súa man.
Menos mal que aquel individuo me conoceu a min, polo destino que eu tiña, e gardou sen máis a navalla no peto. Logo díxonos que o normal daquel espectáculo era que o elexido por Zoila acabase conseguindo uns movimentos orgásmicos na danzarina, coincidindo co remate apropiado da música e os xemidos da Zoila, tan reais como aquela vida nosa.
Así que o señor Romerales, daquela, non deu a talla.