Mientras mi adorada Pitita tomaba el sol en Panjón, un servidor, camuflado bajo el sombrero de paja, mucho más cómodo que la gorra de quepis, se dio una vuelta por las calles aledañas a la playa.
Subí hasta un templo cercano que pretende remedar el arte de Gaudí y, una vez en la puerta, observé al diácono Pachi, mientras impedía a una jovenzuela muy bien parecida, ataviada con un escaso bikini y un vaporoso pareo, el acceso al sagrado recinto.
La joven protestó con el ímpetu propio de la edad:
-- ¿... Es que acaso no tengo el derecho divino...?
--Sí, es cierto. Y el izquierdo también. Pero con esa indumentaria no se permite la entrada. Esta es la casa del señor.
Y el condenado Pachi, allí clavado, sin decir a qué señor se refería, con los brazos cruzados sobre el pecho, cual innecesario guardaespaldas del pudor que preña su inmaculado bulbo raquídeo... Que le rapen su tonsura de una vez y le den una parroquia de la sierra, allí donde las mozas atavíen sus escotes con los ornamentales cuellos de cisne.
Amén.
Subí hasta un templo cercano que pretende remedar el arte de Gaudí y, una vez en la puerta, observé al diácono Pachi, mientras impedía a una jovenzuela muy bien parecida, ataviada con un escaso bikini y un vaporoso pareo, el acceso al sagrado recinto.
La joven protestó con el ímpetu propio de la edad:
-- ¿... Es que acaso no tengo el derecho divino...?
--Sí, es cierto. Y el izquierdo también. Pero con esa indumentaria no se permite la entrada. Esta es la casa del señor.
Y el condenado Pachi, allí clavado, sin decir a qué señor se refería, con los brazos cruzados sobre el pecho, cual innecesario guardaespaldas del pudor que preña su inmaculado bulbo raquídeo... Que le rapen su tonsura de una vez y le den una parroquia de la sierra, allí donde las mozas atavíen sus escotes con los ornamentales cuellos de cisne.
Amén.