VIAJE POR NAVARRA Y ENTIERROS EN EL CAMPO de Satur Napal Lecumberri
Santa María de Ujue. Por el monte. Carlos II el Malo y su corazón reseco.
continuación
Después de comer nos quedamos adormilados hablando de todo lo divino y de lo humano: de americanos y antiamericanos, del dinero, de la guerra y cosas así. Alguien comenta que Heráclito dijo que un día es igual a otro día. No sabemos muy bien lo que quiso decir el sabio griego, pero deducimos que en el fondo subyace la idea de que el tiempo es inmutable e impasible y que, en realidad, todo da lo mismo ante lo inamovible de su transcurso.
Nos hallamos debajo de una higuera con las hojas ya casi secas, repleta de higos maduros, algunos ya podridos, que llenan el ambiente de un olor dulzón y algo embriagador. Me vienen a la mente soñolienta ideas de Grecia, Minerva, la mitología, afrodisíacos e ideas por el estilo. Mejor irnos ya.
Nos cuesta Dios y ayuda levantarnos y comenzar a andar, pero al fin lo conseguimos. Seguimos ascendiendo. A nuestra izquierda el barranco adquiere cada vez más amplitud y profundidad. En su fondo los chopos se abren en nostálgicos oros y naranjas como pavos reales del otoño. Dice Andrés Trapiello en “Capricho Extremeño” que hay que tener cuidado cuando se escribe sobre el campo y que se puede caer en la tentación de escribir palabras como azucena, prímula y creernos una especie de Proust por eso y que los nombres no dan nada. Hablar de Praga o Lisboa no nos hace cosmopolitas. Tampoco nombrar las violetas nos hace superiores. Tiene toda la razón y es mejor dejarse de “pavos reales del otoño”.
En una ladera se distingue un grupo de olivos. Al acercarnos, observamos que unos árboles tienen olivas negras y pequeñas y otros, olivas verdes y más grandes. Parecen de dos estirpes diferentes. Los gruesos troncos de los árboles, retorcidos como brazos desesperados, dan impresión de vejez. Tendrán cien años o más y es asombroso que sigan ahí, tan imperturbables e indiferentes a lo que nos pasa a los hombres.
Nos hallamos ya muy altos. Continúa el sol y el cielo azul, pero ahora nos acompaña una agradable brisa. Aquí la tierra se nota ya más cultivada. Los campos tienen el color pajizo del rastrojo junto al verde oscuro de las carrascas. Toda una ladera del monte a nuestra derecha aparece quemada. Únicamente se ven esqueletos de pequeños pinos. Por la simetría en la que están dispuestos parecen de repoblación.
La afición de los campesinos y pastores ibéricos por quemar el bosque es proverbial y aún continúa. En estos montes de Ujué todos los veranos se siguen produciendo grandes incendios.
Como una exhalación surgen un grupo de cazadores vestidos como “rambos” y armados hasta los dientes. Son jabalineros guipuzcoanos. Abren la puerta trasera de una camioneta y una jauría de perros con campanillas se pierden ladrando entre la maleza. Sin saludarnos se meten otra vez en las camionetas y, dejando los perros en el monte, desaparecen.
Al remontar una empinada cuesta surge Ujué. Desde aquí la perspectiva es diferente a la que se tiene cuando se ve el pueblo desde la carretera de Murillo el Fruto. Castillo pétreo y poderoso, enhiesto entre las casas del color del trigo maduro. Visión imponente. Parece una fortaleza de la Toscana italiana. Nido de águilas, le llamaban con acierto los cronistas antiguos. Constituyó durante siglos el principal bastión del Reino de Pamplona frente a los dominios musulmanes de las orillas del Ebro y más adelante frente al Reino de Aragón. Por senderos de montaña conectaba directamente con la retaguardia de la monarquía pamplonesa, escudada por las sierras de Izco y Alaiz. Sus cumbres y anchos horizontes permitían vigilar las cabalgadas enemigas articuladas por los accesos fluviales del Arga, el Cidacos y el Aragón.
Ya lo cita un cronista musulmán en el reinado de García Sánchez I (931-970), Al-Himyarí, que le nombra como el castillo de Santa María. Los cristianos de esos siglos también lo denominan como Santa María de Ossue, Ussue, Uxua o Uxue.
En la base del monte y antes de entrar en el pueblo se encuentra la ermita de San Miguel. Según el cartel anunciador, es románica del siglo XIII. No tiene tejado. Únicamente le queda la fachada y el esqueleto de los arbotantes de piedra. Todo tan romántico que se podría recrear una de las leyendas becquerianas con caballeros cazadores, damas suspirantes y monjes tenebrosos.
Ascendemos al pueblo por una callejuela empinada y con el piso de guijarros. Nos reciben los cantos de los gallos y el olor a humo. Siento la misma sensación que podría tener un peregrino medieval al entrar en una población después de llevar todo el día marchando por caminos polvorientos.
Las casas, de piedra, se encuentran muy arregladas. Una con el escudo del Baztán: ajedrezado y piedra arenisca roja. Seguro que muy moderno. No pega el emblema de un país tan amable y verde en esta tierra tan dura y reseca.
Santa María de Ujue. Por el monte. Carlos II el Malo y su corazón reseco.
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Después de comer nos quedamos adormilados hablando de todo lo divino y de lo humano: de americanos y antiamericanos, del dinero, de la guerra y cosas así. Alguien comenta que Heráclito dijo que un día es igual a otro día. No sabemos muy bien lo que quiso decir el sabio griego, pero deducimos que en el fondo subyace la idea de que el tiempo es inmutable e impasible y que, en realidad, todo da lo mismo ante lo inamovible de su transcurso.
Nos hallamos debajo de una higuera con las hojas ya casi secas, repleta de higos maduros, algunos ya podridos, que llenan el ambiente de un olor dulzón y algo embriagador. Me vienen a la mente soñolienta ideas de Grecia, Minerva, la mitología, afrodisíacos e ideas por el estilo. Mejor irnos ya.
Nos cuesta Dios y ayuda levantarnos y comenzar a andar, pero al fin lo conseguimos. Seguimos ascendiendo. A nuestra izquierda el barranco adquiere cada vez más amplitud y profundidad. En su fondo los chopos se abren en nostálgicos oros y naranjas como pavos reales del otoño. Dice Andrés Trapiello en “Capricho Extremeño” que hay que tener cuidado cuando se escribe sobre el campo y que se puede caer en la tentación de escribir palabras como azucena, prímula y creernos una especie de Proust por eso y que los nombres no dan nada. Hablar de Praga o Lisboa no nos hace cosmopolitas. Tampoco nombrar las violetas nos hace superiores. Tiene toda la razón y es mejor dejarse de “pavos reales del otoño”.
En una ladera se distingue un grupo de olivos. Al acercarnos, observamos que unos árboles tienen olivas negras y pequeñas y otros, olivas verdes y más grandes. Parecen de dos estirpes diferentes. Los gruesos troncos de los árboles, retorcidos como brazos desesperados, dan impresión de vejez. Tendrán cien años o más y es asombroso que sigan ahí, tan imperturbables e indiferentes a lo que nos pasa a los hombres.
Nos hallamos ya muy altos. Continúa el sol y el cielo azul, pero ahora nos acompaña una agradable brisa. Aquí la tierra se nota ya más cultivada. Los campos tienen el color pajizo del rastrojo junto al verde oscuro de las carrascas. Toda una ladera del monte a nuestra derecha aparece quemada. Únicamente se ven esqueletos de pequeños pinos. Por la simetría en la que están dispuestos parecen de repoblación.
La afición de los campesinos y pastores ibéricos por quemar el bosque es proverbial y aún continúa. En estos montes de Ujué todos los veranos se siguen produciendo grandes incendios.
Como una exhalación surgen un grupo de cazadores vestidos como “rambos” y armados hasta los dientes. Son jabalineros guipuzcoanos. Abren la puerta trasera de una camioneta y una jauría de perros con campanillas se pierden ladrando entre la maleza. Sin saludarnos se meten otra vez en las camionetas y, dejando los perros en el monte, desaparecen.
Al remontar una empinada cuesta surge Ujué. Desde aquí la perspectiva es diferente a la que se tiene cuando se ve el pueblo desde la carretera de Murillo el Fruto. Castillo pétreo y poderoso, enhiesto entre las casas del color del trigo maduro. Visión imponente. Parece una fortaleza de la Toscana italiana. Nido de águilas, le llamaban con acierto los cronistas antiguos. Constituyó durante siglos el principal bastión del Reino de Pamplona frente a los dominios musulmanes de las orillas del Ebro y más adelante frente al Reino de Aragón. Por senderos de montaña conectaba directamente con la retaguardia de la monarquía pamplonesa, escudada por las sierras de Izco y Alaiz. Sus cumbres y anchos horizontes permitían vigilar las cabalgadas enemigas articuladas por los accesos fluviales del Arga, el Cidacos y el Aragón.
Ya lo cita un cronista musulmán en el reinado de García Sánchez I (931-970), Al-Himyarí, que le nombra como el castillo de Santa María. Los cristianos de esos siglos también lo denominan como Santa María de Ossue, Ussue, Uxua o Uxue.
En la base del monte y antes de entrar en el pueblo se encuentra la ermita de San Miguel. Según el cartel anunciador, es románica del siglo XIII. No tiene tejado. Únicamente le queda la fachada y el esqueleto de los arbotantes de piedra. Todo tan romántico que se podría recrear una de las leyendas becquerianas con caballeros cazadores, damas suspirantes y monjes tenebrosos.
Ascendemos al pueblo por una callejuela empinada y con el piso de guijarros. Nos reciben los cantos de los gallos y el olor a humo. Siento la misma sensación que podría tener un peregrino medieval al entrar en una población después de llevar todo el día marchando por caminos polvorientos.
Las casas, de piedra, se encuentran muy arregladas. Una con el escudo del Baztán: ajedrezado y piedra arenisca roja. Seguro que muy moderno. No pega el emblema de un país tan amable y verde en esta tierra tan dura y reseca.