Cáncer a domicilio:
A últimos de abril de 1979 se produjo en la central nuclear de Harrisburg una fuga de residuos radiactivos, que originó una pavorosa catástrofe. Harrisburg, la ciudad capital del estado norteamericano de Pennsylvania, es un gran centro industrial en el que destaca, con robustos caracteres, la producción siderúrgica.
Era lógico que se escogiera aquel punto ávido de energía para instalar allí una de las centrales nucleares, que a la sazón se calificaba como «la más segura del mundo». La fuga de residuos radiactivos fue, sucesivamente y por vía oficial, en primer lugar negada; luego, aceptada con reservas y, finalmente, atenuada, con el vivo deseo de quitarle importancia y evitar que cundiera la alarma. El gobierno de los EE. UU. admitió que «a consecuencia de una ruptura del conducto de residuos, habfase extendido una pequeña proporción de los mismos, ahora ya bajo control, que había ocasionado alrededor de treinta muertes entre los pobladores de las zonas inmediatas a la central nuclear». La realidad discrepaba del comunicado oficial.
El agua residual y radiactiva, tremendamente cancerígena, se había extendido por los campos. El ganado bovino y caprino que pastaba por aquellos prados había ingerido el letal caldo. Y se había iniciado una terrible reacción en cadena: las vacas daban leche que contenía residuos de uranio enriquecido, y la gente que la ingería firmaba, ignorándolo, su sentencia de muerte; cualquier producto vegetal o animal para el consumo humano se hallaba en idénticas condiciones; después, por simple contacto, cualquier cosa, cualquier objeto, podía ser vehículo transmisor. A pesar de la cortina de humo oficial, hubo que evacuar la población entera de la vecina ciudad de Middleton, sometida al peligro.
Éstos, a grandes rasgos, fueron los hechos que conmovieron al mundo —cada vez más proclive a la adopción de la energía nuclear— en aquellos días de abril y mayo de 1979. Los técnicos nucleares declararon conjurado el peligro, una vez reparado el conducto averiado que había originado la letal fuga. Y dejaron que especialistas del mundo entero visitaran la central de Harrisburg y comprobaran cómo, afortunadamente, la central nuclear era perfectamente inocua- Un técnico catalán —uno de los «cerebros fugados» residente en París— tuvo la oportunidad de examinar a fondo las instalaciones de Harrisburg.
El físico Lloret dio detalles muy especializados. Y, en una rueda de prensa, dijo: —Viviría donde fuese, menos cerca de una central nuclear, por segura ue hubiese sido proclamada. Pero el relato de este trágico episodio jque ahora sabemos que ocasionó la muerte de no menos de 300 personas> no tendría sentido alguno si no revelábamos el origen de la catástrofe. Detrás de la cual, como ya es de suponer, había un fallo humano. Absurdo e incongruente, como todos ellos.
La central de Harrisburg cuenta con diecisiete aparatos que registran y miden la radiactividad y detectan la ambiental, o sea la existente fuera de los núcleos energéticos. Señalan un grado de emanaciones, indicado por una escala que lleva nombres de letras griegas. La fuga de Harrisburg correspondía a la cifra «Beta», uno de los índices más críticos.
¿Por qué no se dispararon las señales de alarma? ¿Por qué ninguno de los diecisiete aparatos lanzó la trágica advertencia? Por una tétrica razón: los tenían cubiertos con unas fundas de plástico, para evitar que el polvo los dañara. Pero tales fundas, a prueba de polvo, también lo eran a prueba de radiaciones mortales.
A últimos de abril de 1979 se produjo en la central nuclear de Harrisburg una fuga de residuos radiactivos, que originó una pavorosa catástrofe. Harrisburg, la ciudad capital del estado norteamericano de Pennsylvania, es un gran centro industrial en el que destaca, con robustos caracteres, la producción siderúrgica.
Era lógico que se escogiera aquel punto ávido de energía para instalar allí una de las centrales nucleares, que a la sazón se calificaba como «la más segura del mundo». La fuga de residuos radiactivos fue, sucesivamente y por vía oficial, en primer lugar negada; luego, aceptada con reservas y, finalmente, atenuada, con el vivo deseo de quitarle importancia y evitar que cundiera la alarma. El gobierno de los EE. UU. admitió que «a consecuencia de una ruptura del conducto de residuos, habfase extendido una pequeña proporción de los mismos, ahora ya bajo control, que había ocasionado alrededor de treinta muertes entre los pobladores de las zonas inmediatas a la central nuclear». La realidad discrepaba del comunicado oficial.
El agua residual y radiactiva, tremendamente cancerígena, se había extendido por los campos. El ganado bovino y caprino que pastaba por aquellos prados había ingerido el letal caldo. Y se había iniciado una terrible reacción en cadena: las vacas daban leche que contenía residuos de uranio enriquecido, y la gente que la ingería firmaba, ignorándolo, su sentencia de muerte; cualquier producto vegetal o animal para el consumo humano se hallaba en idénticas condiciones; después, por simple contacto, cualquier cosa, cualquier objeto, podía ser vehículo transmisor. A pesar de la cortina de humo oficial, hubo que evacuar la población entera de la vecina ciudad de Middleton, sometida al peligro.
Éstos, a grandes rasgos, fueron los hechos que conmovieron al mundo —cada vez más proclive a la adopción de la energía nuclear— en aquellos días de abril y mayo de 1979. Los técnicos nucleares declararon conjurado el peligro, una vez reparado el conducto averiado que había originado la letal fuga. Y dejaron que especialistas del mundo entero visitaran la central de Harrisburg y comprobaran cómo, afortunadamente, la central nuclear era perfectamente inocua- Un técnico catalán —uno de los «cerebros fugados» residente en París— tuvo la oportunidad de examinar a fondo las instalaciones de Harrisburg.
El físico Lloret dio detalles muy especializados. Y, en una rueda de prensa, dijo: —Viviría donde fuese, menos cerca de una central nuclear, por segura ue hubiese sido proclamada. Pero el relato de este trágico episodio jque ahora sabemos que ocasionó la muerte de no menos de 300 personas> no tendría sentido alguno si no revelábamos el origen de la catástrofe. Detrás de la cual, como ya es de suponer, había un fallo humano. Absurdo e incongruente, como todos ellos.
La central de Harrisburg cuenta con diecisiete aparatos que registran y miden la radiactividad y detectan la ambiental, o sea la existente fuera de los núcleos energéticos. Señalan un grado de emanaciones, indicado por una escala que lleva nombres de letras griegas. La fuga de Harrisburg correspondía a la cifra «Beta», uno de los índices más críticos.
¿Por qué no se dispararon las señales de alarma? ¿Por qué ninguno de los diecisiete aparatos lanzó la trágica advertencia? Por una tétrica razón: los tenían cubiertos con unas fundas de plástico, para evitar que el polvo los dañara. Pero tales fundas, a prueba de polvo, también lo eran a prueba de radiaciones mortales.
La película ERIN BROCOVITCH, de Julia roberts, esta basada en hechos reales, trata sobre un pueblo que tiene a un alto por ciento de sus habitantes con cáncer, imagino que estará basada sobre esta central nuclear..... si no la habéis visto, la recomiendo cien por cien!