Alberto Rodrigo capta en este cuadro las esencias antiguas del
pueblo cántabro de
Vada, casi olvidado en el tiempo, con sus
casas antiguas (unas de ellas con un
escudo de nobleza deteriorado que hace mucho tiempo dejó de lucir el esplendor de sus habitantes), con sus
calles intrincadas, serpenteantes, con un riachuelo que alimentaría a un
molino arcaico y sobre todo con su pequeño
puente destrozado que dio paso al tiempo y al
agua cantarina de leyendas antiguas.
Este cuadro con su admirable ejecución
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