muchas voces aclaman.
La dehesa se muere. La seca, un gigantesco "incendio silencioso"
No es un tema de conversación habitual, ni un problema que parezca ponernos a todos de acuerdo. No genera opiniones ni enfrentamientos crispados o manifestaciones exigiendo medidas contundentes. Tampoco es algo que genere muestras de solidaridad generalizada o que nos conmueva profundamente por dentro por la dramática pérdida de algo tan esencialmente nuestro, nada menos "que la materia prima de nuestra cultura".
Sus cuerpos, macilentos y enfermizos, de copas puntisecas y transparentes, agonizan en vallicares y prados encharcables. Sus esqueletos adornan el paisaje o se amontonan decapitadas por miles en las carboneras a la espera de convertirse en carbón, que dará calor a nuestros hogares como la última y más genuina muestra de generosidad.
Deben ser miles, decenas de miles. Tal vez millones. ¿Quién lo sabe? La muerte de tantos árboles por la llamada enfermedad de "la seca" no parece estremecernos de igual manera que la pérdida de árboles y recursos producido por los incendios forestales.
Sí, encinas, alcornoques y melojos se mueren. Y lo hacen víctimas de un gigantesco "incendio silencioso", una colosal y certera andanada en la línea de flotación de la vida y donde pocos, muy pocos, parecen escuchar el doloroso grito de los árboles condenados a muerte.
Tal vez los árboles nos estén diciendo algo que ya sabíamos. Que no pueden más a tantos siglos de maltratos y abusos. De sobrecargas ganaderas, de podas y descorches abusivos, de una paupérrima fertilidad de los suelos, de la mecanización intensiva del medio agrícola, de la incapacidad del árbol ya solo, desprovisto de la complejidad estructural que caracteriza los bosques y de su de capacidad natural para hacer frente a plagas y enfermedades o nuevos problemas como el cambio climático. Porque la dehesa nació siendo bosque, ahora despojada de tantas compañías que necesita un árbol para vivir sano, fuerte y vigoroso. Árboles desprovistos de esa red invisible que conecta como un gigantesco abrazo a todos los seres vegetales y donde la unión hace la fuerza.
Que la costumbre de ver al árbol muerto no nos insensibilice. Que la dehesa no es sostenible sólo por ser dehesa. Que la dehesa está vieja, manca, coja y tuerta. Que no puede llamarse sostenible a este “bosque hueco” donde más del 80% de sus superficie no tiene regenerado, la garantía de la pervivencia del árbol, y donde cada día se abren más espacios para júbilo de la insolación y la helada. Y para nuevos cementerios.
Que no parece sentirse el árbol como algo nuestro y disfrutamos de la naturaleza ajenos a sus problemas. Porque si la muerte del árbol resulta dolorosa, no menos lo es la débil percepción social que se tiene de este gravísimo problema.
La dehesa no está para limosnas. Ni para más poesía. La dehesa, sencillamente, se muere.
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