Una sensación muy difícil de expresar, que sólo nos está dado percibir a los mayores, es el reencuentro con aquel niño –o niña- que dejamos de ver en nuestra infancia y que ahora reaparece ante nuestros ojos hecho un adulto, pleno de conocimiento pero quizá rozando ya el declive físico: es un momento contradictorio, agridulce, en el que -mientras la mirada escudriña la realidad presente- la memoria y la razón trabajan con premura tratando de fundir, en décimas de segundo, la figura endeble de aquélla criatura con el corpachón que tenemos enfrente. Ardua tarea de la condición humana asumir, a través de los sentidos, esta fuerte impresión que produce el recibir estímulos tan fuertes desde nuestro exterior.
Viene esto a colación porque estamos en verano, y, próximas ya las entrañables fiestas de agosto, ¿quién no ha experimentado alguna vez esta sensación? Gente que vuelve del País Vasco, de Cataluña o de Madrid, saludos por aquí y por allá, y cuando estás en estos afanes, despistado, cuando estás mostrando tu parte más amable y campechana caes en la cuenta de que ahí mismo, delante de ti, está tu compañero de pupitre. Han pasado cincuenta años, ahí es nada, y estremecido observas que esa casi imperceptible cicatriz en la ceja del señor que tienes enfrente, no es otra cosa que los restos de la “pitera” que le hiciste a aquel niño jugando en el arroyo a la “picota” un frío invierno de los años cincuenta: entonces, te da un vuelco el corazón, te enterneces y en los abismos de tus entrañas bullen un sin fin de secuencias –todas a la vez- que sólo puedes traducir en un tímido balbuceo, casi ridículo, saliéndote un vulgar: “ ¡andanda, coño, pero….., joé, si tú eres Fulanito, chascho, cuánto tiempo!”. Y apenas nada más, que es tristísimo.
Pero para los que llevamos a cuesta la cruz de la reflexión, que es mi caso, este episodio no acaba nunca en ese cordial y efímero saludo, en ese mecánico apretón de manos; no acaba en esa mirada con la que pretendemos escudriñar, de pies a cabeza, a ese ser extraño en que se ha convertido el entrañable niño que convivía con nosotros en los recovecos de la memoria. Y ya en el corral, observando la inconmensurable bóveda estrellada de la noche extremeña, con ese punto de alcohol que agudiza el ingenio pero que no deshilacha la razón, uno se pregunta por qué la naturaleza no nos concederá un mayor margen de vida; por qué –sin ofrecernos la eternidad, que debe ser un infierno- no nos permite vivir tantas vidas como sean necesarias como para buscar el tiempo perdido con ese amigo infantil que se nos ha hecho mayor sin disfrutarlo, o sufrirlo. Tantas vidas como para retomar esa tarea, esa función, que no hicimos y nos hubiera encantado realizar. Tantas vidas, o tanto tiempo, como el necesario para amar a tantas personas que se nos quedan en el camino porque en esta que se nos concede, tan corta, en un pispás, un niño amigo se te convierte en un adulto extraño sin darte tiempo a encajarlo.
Y por último, y ya no sufro más, si una despedida para siempre jamás es la muerte: esa amiga de la infancia, el amigo de instituto, ese compañero de mili, de universidad, aquella joven que sólo una vez te concedió aquel beso, o esa otra que ni siquiera se dignó mirarte, o la que te amó, o la que amaste, a todos ellos que nunca más verás, ¿todos están muertos? No lo sé, pero para que no sea así reclamo yo un anticipo a cuenta de la eternidad que no deseo: una vida a la carta, un imposible.
Buenas noches a to el jabeñerío.
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