Si este servidor de La Patria les dice que combatió en las guerras carlistas del siglo XIX, me tildarán de loco embustero. Pero así fue, mal que les pese. Tampoco yo me creo la sotana de Rodolfo, y buena tonsura que lleva en su cabeza el mentado Reverendo.
El caso fue que por aquel entonces me mandó llamar a su presencia el general Zumalacárregui. Y, poniendo nueve excelentes guerrilleros bajo mis órdenes, me encomendó la misión de subir un cañón del enemigo, ya inutilizado, desde Barja hasta El Tamerón, para llevarlo a la fundición y hacer uno nuevo. Nos dió dos días para sacar el armatoste de territorio enemigo, sin carretera, campo a través y sin otro recurso que nuestra iniciativa.
Estando en la confluencia del Río Riberina con el Rabazal, al lado del cachivache aquel, aparecieron por allí dos mujeres que no vi con buenos ojos.
No temía de ellas la traición deliberada, sino la infidencia inocente por la posibilidad de indiscretas habladurías.
-- ¿Saben ustedes --les pregunté-- si están en la aldea los miqueletes?
--Fóronse coa tropa. Voltarán ás dez. Xa lle encargaron a cea á Casiana. E logo durmen toda a noite.
--No me fío --les dije--; y ahora van ustedes a hacer lo que yo les mande, pero sin tratar de engañarme, porque en ese caso no les arriendo las ganancias...
--Serviremos xa, pois!
--Ahora se van ustedes a buen pasito por ese arroyo arriba hasta Pentes, buscan allí una yunta de vacas, y la tratan, ofreciendo lo que consideren conveniente, como si fuera para ustedes, por toda la noche, y me la traen aquí. Les daré media onza de oro, con la cual paga este leal trabajo nuestro rey Carlos V. Si no nos prestan este servicio, no vuelven ustedes a pisar en la aldea. Se lo garantizo. Mi gente las vigila, y no hay forma de escapar. No quiero pasar a nadie por las armas. Conque ya saben. Si me obedecen, media onza de oro y viva Carlos V; si no, la muerte. Decídanse.
Ambas gustaban en verdad de servir a la causa; pero la una tenía que volver a su casa con leña, y las urgencias de la otra, que era muy corpulenta y pechugona, consistían en la obligación de dar la teta a su niño.
--Tú llevarás la leña después --les dije--. Y el crío tuyo que espere. Por nada del mundo os permito volver a la aldea sin cumplir esta misión. Y no me traigáis pareja con carro chillón, que ya tenemos aquí la narria que vamos a utilizar.
Las mujeres salieron a la carrera por aquellos prados arriba.
Antes de las once aparecieron por el lugar una vieja y un chico preguntando por las ausentes. Una y otro confirmaron la ausencia de los boinas rojas; la vieja, con su ardiente adhesión a la causa manifestada espontáneamente, me inspiró inmediatamente confianza. Era la madre de la mujerona que criaba y el esposo de ésta servía con Zumalacárregui también.
Le pregunté si no había en casa algún hombre forzudo que quisiera trabajar esa noche, a lo que respondió la anciana que en su familia no había más hombre que su hija Ignacia, la cual tenía más fuerza que una buena vaca. Tiraba de un carro de abono tan guapamente, araba como la mejor pareja, y para romper la tierra no la había mejor.
--Pues tráele aquí la cría para que le dé la teta en cuanto venga, y así podrá ayudarnos con su fuerza.
La vieja obedeció de inmediato, poniéndose decididamente a mis órdenes. Su senil imaginación y su fanatismo carlista veían seguramente en este desconocido que era yo mismo a un príncipe de la familia real, disfrazado de guerrillero.
Pronto regresó con el chico, que parecía un ternero. Media hora después volvían el marimacho y su compañera con una yunta de bueyes que habían alquilado para la noche.
Ni que decir tiene que entre los nueve hombres que mandaba, la pareja de bueyes, y aquellas dos mujeres, pusimos la narria con el cañón antes de lo previsto en la plaza del Tamerón.
Ignacia echaba fuego de su rostro, pero, incansable, daba ejemplo de resistencia a los hombres.
La vieja con su ternero, la gigantesca Ignacia y la otra con el chico, se despidieron allí para volver a Barja, después de bien recompensadas en nombre de su majestad, encargando la mujer-vaca que buscáramos a su marido que andaba por Navarra y le dijéramos el gran servicio que ella había prestado a la causa, y que no dejara en toda ocasión de portarse como un valiente, pues el rey y Dios, de una manera u otra, se lo habían de premiar.
Meses más tarde, después de varias batallas con los cristinos, conocí al marido de Ignacia, quien fue trasladado a mi pelotón. Tan esmirriado era, que no había guerrillero más util para penetrar en las casas donde se albergaban cristinos, siempre por la gatera. Destrancaba la puerta silenciosamente, y caíamos sobre los durmientes boinas rojas haciéndolos despertar en otra dimensión.
Ya es hora de irme a la cama. A ver qué batallita sueño esta noche. Que no se trate de las guerras napoleónicas, que ese emperador siempre me pareció un mequetrefe.
Buenas noches, y felices sueños a todas las almas cándidas.
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