LA CORRUPCIÓN DEL DINERO PÚBLICO
Existen aún muchas personas en la administración pública, mayormente políticos nefastos y oscuros funcionarios, que piensan que el dinero público no es de nadie. Esta perversión ha llegado a calar tan hondo en los meandros de ciertas áreas de las instituciones estatales, autonómicas y locales que cuando se descubrió el escándalo de las tarjetas Black, muchos de los investigados se sorprendieron porque pensaban que aquello era, en realidad, un complemento retributivo que podían gastar ilimitadamente y que ni siquiera tendrían que justificar los gastos en prostitutas, lencería, aparatos electrónicos y demás chucherías. El juez de la Audiencia Nacional, Javier Andreu, tenía otra opinión, y con fundamento les acusó de un delito de administración desleal y apropiación indebida. Recordemos que Caja Madrid fue una de las entidades que se fusionaron formando Bankia, que ha sido el rescate más caro de la historia de España: 23.465 millones de euros.
Como prólogo, queda bien, pero hagamos un repaso a algunos gastos rocambolescos que pueden servir de ejemplo para que los contribuyentes se hagan una idea del uso irresponsable y obsceno que hacen nuestros políticos del dinero público. A muchos trabajadores, que ni siquiera llegan a otear el horizonte mileurista, les sorprenderá saber que la Administración Pública se gasta 50 millones de euros en agua embotellada para reuniones, entrevistas y seminarios. Creo que fue en 2006 cuando se acusó a un consejero extremeño de cargar a la consejería facturas de jamones y bebidas alcohólicas, y pasarían sólo unos años para que saltara a los titulares el “caso Feval” y las denuncias por el spa y el jacuzzi. Un ente que, según una auditoría, no había justificado gastos por valor de 600.000 euros. El pasado año, en plena campaña de las elecciones autonómicas, conocimos el bochornoso episodio sobre los constantes viajes a Canarias del entonces presidente autonómico, que dejó en muy mal lugar al máximo dignatario de una de las comunidades más míseras de Europa Occidental. Lo intentó justificar con torpeza, pero muchos extremeños le tomaron la matrícula y no pasó la ITV.
No sé si mucha gente sabe que los precios de los menús y las bebidas de la cafetería del parlamento son artificialmente bajos a cuenta del contribuyente. Por no hablar, del gasto desorbitado del Gobierno de Cataluña en promoción del idioma catalán en las traducciones y doblajes de películas, videojuegos y la sardana. Todo a pesar de los rescates de esa comunidad a través del Fondo de Liquidez Autonómica. Pero hay más, Andalucía, otra comunidad que fue rescatada con 5.400 millones haciendo uso del mismo fondo, dedicó 405 millones de euros a “cooperación internacional” mientras debía una cantidad perecida a diferentes grupos de proveedores. Y cómo no, está el tema de las absurdas, costosas y faraónicas obras y los aeropuertos fantasmas, como el de Huesca, que cerró marzo con solo cuatro viajeros. Son algunos ejemplos de la gestión de unos políticos manirrotos, vividores y parásitos que despilfarran nuestro dinero en lugar de invertirlo en lo que realmente importa. Con el agravante de que, si les pillan, jamás devuelven lo robado o dilapidado.
El asunto provoca grima, y si uno sabe escuchar el latido de la calle, se dará cuenta de que en España hemos llegado a un punto en que decir político y corrupto en una misma frase es una absoluta redundancia. Pero existen otras formas igual de nocivas y repugnantes de malgastar el dinero público y que utilizan con absoluto descaro los incompetentes al cargo de cualquier administración: el derroche propagandístico, que ha convertido a todos estos trepas sablistas en los alumnos más eficaces y aventajados de Goebbels, perfeccionando todas sus técnicas y artificios para la promoción personal y del partido, y que al lado de estos siniestros proselitistas no pasaría de ser el relaciones pública de una discoteca de barrio. Porque, la verdad, reducida a su núcleo, es una cosa muy sólida y simple; basta con asumir el poder para que las líneas diáfanas que separan los estados de derechos de las dictaduras comiencen a difuminarse. A partir de entonces, el mayor objetivo del déspota revestido de demócrata será hacer cualquier cosa para mantenerse al mando, olvidándose de la sanidad, de la educación pública y los servicios sociales. Para ello, se pondrá en marcha toda una maquinaria propagandística (televisiones, radios y periódicos de ámbito local) con la intención de difundir de manera torticera y maniquea las bondades de una gestión de mierda que sólo ha servido para hacer progresar su propio estatus y el de su exclusiva secta.
Con el disfraz de proletario escondido -hasta nuevas elecciones- en el sótano de la vergüenza y la impostada acción solidaria como poso en una copa de coñac Napoleón, lo que asoma es el fascista puro, capaz de perseguir judicialmente al obrero que se enfrente a ellos desde su insobornable independencia, atropellando sus derechos y abusando de su debilidad enviando como arietes a una legión de abogados pagados por todos nosotros. Si la justicia se impone y el obrero ha podido resistir el largo y amargo itinerario, puede que la sentencia le sea favorable, pero por el camino la administración se habrá dejado miles de euros en recursos, costas de juicio e indemnizaciones a costa del erario público machacando incluso sobre pleitos ya resueltos por instancias superiores, cuestión que les importa un carajo porque para entonces ya habrán conseguido mostrar su musculatura obstruccionista y cumplir lo que verdaderamente perseguían: la venganza, dejando en la más absoluta miseria al trabajador, y propagar el miedo como sombría acción política. Lección que tendrán muy en cuenta los que esperan emprender el espinoso camino judicial con nuevas demandas o denuncias. Así es como funciona un país y su monstruosa metamorfosis en ogro de 17 cabezas, en donde lo único que progresa es la corrupción, el nepotismo y la burocracia. Aun siendo consciente de la dificultad, tengo confianza en la justicia, y sólo espero que esa justicia actúe como dique ante tantos abusos y la tiranía de quienes han convertido la política en un oscuro negocio y, como consecuencia del incumplimiento de los programas, en una gran estafa el resultado de las urnas. Opiáceo que invariablemente ha servido para cometer las más inconfesables felonías.
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