A esa pequeña Villa de Rampé, en
Bélgica, poco antes del medio día llegó un
joven. Había huido de la guerra, cansado de ver tanta sangre y con los oídos martirizados por tantas explosiones y gritos de dolor y muerte.
El
pueblo de Rampé era largo, dividido al medio por un
camino angosto y polvoriento. Agotado, sediento y temeroso golpeó las manos a la entrada de la primera
casa. Caritativamente le ofrecieron un vaso con
agua. Mientras saciaba la sed, le comentó a esa señora que tenía un bebé en
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