Jamás deberían los abogados hacer una pregunta en sede judicial a una abuela, si no se encuentran debidamente preparados para la respuesta que pudiera venírsele encima.
Durante un juicio en Sanabria, el fiscal llamó al estrado a su primer testigo, una mujer de avanzada edad, cuyo rostro aparecía surcado por centenares de dignas arrugas.
Acercándose parsimonioso a ella, le preguntó, así como para darle confianza:
--Señora María, usted me conoce, ¿verdad?
-- ¿Que si lo conozco? Claro que lo conozco, don Policarpo. Lo conozco desde que era un niño. Y francamente le digo que si entonces era usted el mismo demonio, ahora parece Lucifer. Es usted una decepción para sus padres y para todo el pueblo, porque siempre miente, cree saberlo todo, es un prepotente abusivo, engaña a su esposa y manipula a las personas, como pretende hacer ahora conmigo. Se cree el mejor del mundo, pero en realidad para mí es usted un don nadie. Claro que sé quién es usted.
El fiscal se quedó perplejo, sin saber exactamente cómo continuar. Para matar aquel abrumador silencio, apuntó hacia la sala y efectuó una segunda pregunta:
-- ¿Conoce al abogado de la defensa?
--Por supuesto que lo conozco. Sí, también conozco al señor Rodríguez desde su niñez. Es memo, medio marica y tiene un problema con la bebida. El peor abogado que pisa los juzgados, sin mencionar que engaña a su esposa con tres mujerzuelas diferentes, una de las cuales es la suya, de usted, don Policarpo, como bien sabe. ¿No recuerda?
Entonces el juez llama a los dos letrados para que se acerquen al estrado, y les dice:
--Si a uno de ustedes dos, par de pelotudos imbéciles, se le ocurre preguntar a esta venerable anciana a ver si me conoce a mí, sepan que lo mando a la silla eléctrica sin más contemplaciones.
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