Al infausto Orestes Tablón, mientras agonizaba, más que el dolor de las tripas, que era agudo, se le advertía en los ojos la contrariedad por la muerte extemporánea. Antes de morir acertó a decirle a su mujer, en presencia del cura Lubencio y de su tía María Felicia, unas palabras que hicieron estremecerse al
cielo, que se apagaba también, poco a poco, mientras la luna se preparaba para engalanar las copas de los carbizos con su hálito de ligera bruma.