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Mensajes de TURON (Asturias) enviados por José Mel Z..L.:

Pasó su frente por el lomo del animal para limpiar el sudor y sintio una quemazón que le caló los huesos.
Clara contenia el llanto a duras penas, mientras la lluvia seguía repasando tenazmente todos los misterios dolorosos. Su rostro se iba empapando en sudor y la Linda bramaba y escupia desalientos. La cuadra se iba llenando de fantasmas infidentes y viscosidades sangrientas y, mientras, Clara (que estrenaba camisón, noche y desconsuelo) intentaba sujetar la pezuña de la cria, que se le escurría una y otra vez entre los dedos, sintiendo emerger de sus adentros ecos insólitos que la iban sorprendiendo ... (ver texto completo)
-Quieta Linda, quieta. Un poco más y ya está.
Clara se sentía muy cerca de aquellos animales, sufridos y apacinles. Siempre habían vivido a su lado. Su olor le era familiar como el de la borona recién hecha que amasaba la abuela Angustias cada sábado por la tarde. Cuando su madre la mandaba a los prados de Los Pontones, a guardar el ganado y cuidar que no pasara los linderos y entrara en las vegas del maíz, se pasaba las horas contemplando el monótono pacer de aquellos seres solitarios que llenaban la tarde de plácido sopor. Se sentia solidaria ... (ver texto completo)
Desde que había entrado en la casa todo había empezado a ser singular para ella. La borrachera de Juan, la noche anegada de lluvia y sin luna de miel, sin luna de nada, y aquel parto extraño, el camisón azul manchado de sangre, la zozobra de una hora mágica que la fue envolviendo poco a poco (como envuelve la neblina la Peña del Cuervo, en las tardes de invierno), asfixiandola, agotándole los pensamientos, alejándola de sus ilusiones recientes, de los sabios consejos de su madre, de la sonrisa del ... (ver texto completo)
También hubiera podido correr a llamar a su padre, pero la escena parecía demasiado irreal. Se sentía atada a los acontecimientos. (Cuando se mastica la soledad, como lo estaba haciendo ella, nada tiene sentido fuera del discurso del propio pensamiento solitario.) No podía ser cierto. Negándoles a todos su presencia se negaba también a sí misma.
El orbayu seguía cayendo como una monótoma plegaria, acrecentando la gleba, gravando letanías en el tiempo.
Quizá debiera correr a despertar a Juan. No sabía por qué no lo hacía. Tal vez miedo, o un deseo escondido de demostrar algo, o simplemente la magia de aquella noche de lluvia.
Buscó un saco y se lo ató bajo los brazos, a la altura del pecho, sobre el camisón que bordara la abuela con tanto esmero para aquella noche. Con sus manos temblorosas comenzó a hurgar entre carnes dilatadas, trozos de placenta y tormentos de madre, en busca de la pezuña que faltaba.
Clara comprendió enseguida que el animal necesitaba ayuda.
La Linda, a intervalos regulares, arqueaba el espinazo y contraía los músculos. Por su aspecto abatido parecía llevar varias horas de parto.
Al fondo de la cuadra, en la penumbra, repicaban las goteras llenando la noche de zozobra.
Buscó una tayuela para dejar la vela.
Pobre Linda, ya nadie se acordaba de ti.
Entre músculos desgarrados asomaba el hocico una criatura grasienta. Una de las pezuñas delanteras intentaba abrirse camino. Faltaba la otra. Hsbia un penetrante olor a sangre.
Seguía lloviendo con pasmosa sumisión.
-En esta tierra nuestra llueve desde el comienzo del mundo y para toda la eternidad porque así lo dispuso el docto varón Tubal, hijo de Iapher y nieto de Noé. Solo a veces cuando se agota la lluvia y las nubes se alejan a repostar, se deja ver el sol, y gracias a eso no tenemos los huesos enmohecidos, aunque sí los recuerdos, que esos ni el sol de julio, que es el más arrogante, los entra en calor.
Seguía lloviendo con pasmosa sumisión.
La Linda era primeriza y además ratina por lo que el parto no iba a ser fácil. Cogió una vela del vasar, la prendió en el candil y se dirigó a la cuadra por la puerta del patio que comunicaba los dos edificios.
- ¡Dios mío, la Linda!
Se sentó en el escaño sin saber qué hacer y se encontró sumida en la hora más silenciosa del mundo. Los latidos de su corazón comenzaron a aturdirla y empezo a temblar. Se asomó a la ventana y lloró con la noche hasta que un bramido le arañó las sienes.
A Clara, por momentos, se le tambaleaban los pensamientos y la alegria de la tarde se le iba escurriendo por las rendijas del cuerpo y los recodos del alma. Todo parecia incierto. No podía imaginarse nada que tuviera la más mínima consistencia. El presente era oscuro y estaba comprometiendo sus sueños, empañando su futuro de malos presagios.
Clara arropó a Juan con el cobertor y pasó a la cocina. Lucía un candil de latón que quemaba el saín con templanza.
Los padres de Juan, Frutos y Úrsula, fueron arrogantes con el único hijo que tenían (por obra y gracia del cura Lubencio, que Dios se lo tenga en cuenta) y le cedieron una casa (sobre la que seguia orbayando con delicado beneplácito), la cuadra (donde algo empezaba a inquietar a la vaca) y una huerta arrogante con sebes de rosales y perales en el centro (heredado todo ello, en su día, por Frutos de su abuelo Manuel Carralón, primer entibador de la mina de San Roque en la época de los ingenieros ingleses
A Constantina del Pino no la convenció demasiado el pretexto, pero sí a Clara Luz, que recibió el regalo con un cariño especial por venir de aquella mujer, para ella siempre enigmática y hermosa, que reposaba su viudez entre tapias de hiedra y aroma a ortensias.
Llévale esto a la novia de mi parte que le hará servicio y dile que yo no me encuentro bien, que deben de ser estos cambios que tiene la luna que me llenan de murmullos la cabeza y ando todo el día mareada y torpe tropezando con todo.
Clara Luz también se llevó a su casa un frasco de leche de Islandia, a base de miel, de almendras y de liquen islámico, para la higiene del cutis, regalo de la viuda Dulce Nombre de María. La viuda Dulce envió el regalo por la prima de su marido, Constantina del Pino, aprovechando que ésta estuvo a visitarla el día antes para pedirle consejos de amor.
El regalo más sorprendente de todos los que había recibido fue un arca tallada con cabezas de reyes godos, regalo del mnaestro Conrado Varela
Todo esto formaba el ajuar de Clara Luz, quien andaba intentando descalzar a su marido, ausente de todo, con los efluvios del vino y la sidra alborotándole el alma y las cejas.
Cubiertos de madera, cazo y espumadera de cobre, un escaño de roble, tayuelas, una jarra, potes, la caldera, las tenazas, el fuelle, las trébedes, un vasar de castaño con espetera, un jergón, palangana, dos cobertores, ropa blanca de cama con bordados en los embozos, una colcha de algodón (sobre la que dirmia Juan la borrachera), paños, redomas, dos faceruelos, un cuadro con la imagen de Nuestra Señora de Corazón Herido y por ultimo (lo más importante), una vaca ratina salida ya de cuentas.
-Es un ajuar de pobres, hija, porque pobres somos, a pesar de que estos últimos años parece que corren mejores tiempos, pero no hay que dejarse engañar.
Clara Luz se aseguró de que las ventanas estaban cerradas. Juan dormia, vestido y borracho, sobre el colchon de algodón que Práxedes habia incluido en el ajuar.
-Esta madrugada se olvidaron de cantar los gallos. Después, al midiodía, la benebolencia del cielo trajo el sol a los corazones indecisos. Al atardecer, rotas las gargantas por los efectos del canto y del vino, los pegollos de los hórreos empezaron a humedecerse, la neblina se metio por los regueros y cuervos y chovas volaron bajo formando tupidos grupos, lo cual, todo junto, constituye la señal inequívoca de la lluvia. Y la noche trajo la lluvia que ahora cae como una letanía sobre los sueños y ... (ver texto completo)
Rufo cerró la ventana mientras su mujer preparaba la cama masticando plegarias.
Los serpoles se crecían en la sombra de la noche. La floresta se hinchaba jubilosa con la llagada del orvayu. El agua. débil y rizosa, acariciaba los surcos y las semillas reventaban la tierra. Se estiraban las raíces de los castaños bajo los cimientos de carbón y barro.
Rufo cerró la ventana mientras su mujer preparaba la cama masticando plegarias.
-Ya orvaya, Rufo. No me gusta nada que orvaye esta noche.
Afuera se esfumaba la niebla y un orbayu manso y tupido comenzaba a caer con mimo sobre Peñafonte.
Una ráfaga de aire abrió la ventana de par en par e hizo tambalearse la llama del candil que dibujó instantes de sombra sobre las paredes de cal.
-Ya se le abra pasado, mujer.
-Estaba borracho.
- ¡Práxedes!, estás hoy muy retorcida. La vaca estaba aún muy cerrada, además le dije a Juan que me avisara.
- ¡Mira que si le da por soltarlo esta noche!
-Se empeño Clara.
-No debiste dejar que se llevaran la vaca hasta que hubiera nacido la cria.
-Mujer, cada cual tenemos la nuestra.
-Tiene la mirada demasiado quieta y perdida.
-Es un buen hombre.
- ¿Qué piensas tú de Juan?
Práxedes y Rufo llevaban muchos años acariciandose mutuamente los pliegues del corazón.
-Será que de nuevo se nos avecina el hanbre.
-Lo cierto es que de nuevo hay ecos fuertes en este callejon.