Mensajes de TURON (Asturias) enviados por José Mel Z..L.:
La maternidad ya desde el comienzo mismo, implica una apertura especial hacia la nueva persona; y este es precisamenteb el papel de la mujer. En dicha apertura, esto es, en el concebir y dar a luz al hijo, la mujer se realiza en plenitud a traves del don sincero de si.
JUAN PABLO II.
La maternidad y la virginidad son la mayor realizacion a la que puede aspirar una mujer.
JUAN PABLO II.
La maternidad es la clave de la verdadera felicidad matrimonial.
THOMAS JEFFERSON.
La maternidad es patrimonio de las mujeres.
ALEJANDRO DUMAS (PADRE).
La maternidad es la razon de ser de la mujer, su funcion, su alegria, su salvaguardia.
ALPHONSE DAUDET.
La vejez es, como la maternidad, una especie de sacerdocio.
FRANCOIS RENE DE CHATEAUBRIAND.
La mecanica es el paraiso de las ciencias matematicas, porque con ella se alcanza el fruto matematico.
LEONARDO DA VINCI.
Las matematicas no mienten, lo que hay son muchos matematicos mentirosos.
HENRY DAVID THOREAU.
Como matematica se puede definir al campo en el cual en realidad nunca sabemos de lo que hablamos, ni aun en el caso de que sea cierto.
BERTRAND RUSSELL.
Todos creen firmemente en ello porque los matematicos se imaginan que es un hecho de observacion, y los observadores que es una teoria matematica.
HENRI POINCARE.
En la actualidad, no solo nuestros reyes ignoran la matematica; tambien nuestros filosofos, y para ir mas lejos, ni nuestros matematicos saben matematicas.
JULIUS ROBERT OPPENHEIMER.
Si la gente no piensa que las matematicas son simples, es solo porque no se dan cuenta de lo complicada que es la vida.
JOHN NEWMAN.
No se preocupe por sus dificultades en las matematicas. Yo puedo asegurarle que las mias son todavia mayores.
JOHN LOCKE.
Una banalidad expresada en terminos algebraicos cesa, para ambos espiritus, de ser una banalidad.
GUSTAVE LEBON.
En la politica es como en las matematicas: todo lo que no es totalmente correcto, esta mal.
EDWARD KENNEDY.
Las matematicas son una gimnasia del espititu y una preparacion para la filosofia.
ISOCRATES.
Dios hace aritmetica.
CARL FRIEDRICH GAUSS.
Las matematicas no pueden eliminar ningun prejuicio, ni moderar la testarudez, ni atenuar el espiritu de partida; no pueden hacer nada en el ambito moral.
JOHANN WOLFGANG VON GOETHE.
En lo más oscuro de la pequeña nave, donde apenas llegaba el olor a incienso, el tonto Alarico se bababa en gracia de Dios sobre la ropa de los domingos, mientras pensaba en la redondez y ductilidad de los pechos de la viuda Dulce Nombre de María.
-Nibil amplius desidero.
El cura Lubencio, consumado el hecho, miró a los contrayentes (pálida y risueña ella, grave y enigmático él) y musito algo entre dientes que solo Juan pudo entender.
Los rayos entraban a tropel por los boquetes de las ventanas ojivales y hacían rielar los pábilos de las velas provocando hechizos de humo.
En la Ermita de San Roque (remediador de pestes y padecimientos extraños), don Lubencio San Juan, cura párroco de Peñafonte, unia en sacramental coyunda, bajo el auspicio del cielo, a Juan Damasceno Carralón Antayo y a Clara Luz Fernádez Moro, mientras familiares y amigos se rascaban las capacidades, gimoteaban añorando parecidos eventos, mandaban callar a los niños o renegaban del olor a incienso dudando entre dientes de la aventura de aquel día.
Espejeaba el arroyo, desde las fuentes hasta las vegas. Irisaban los cantales luces de cobalto y azul turquesa. Enebros y helechos se desperezaban rezumando nenúfares y humedades que rompían la indiferencia de los corazones indecisos.
Crepitaban las hojas de la higuera grande al recibir los primeros rayos de sol. El aire de las cumbres desmarañaba la crestería de nubes que ofuscaba el cielo y la luz iba penetrando, poco a poco, en cada rincón de Peñafonte.
-Voy a repasar el sermón, ut omnia in promptusint, que Juan Damaceno siempre fue para mí, por filius terrae, filius dilector..
El cura sacó de la faltriquera unos papeles arrugados.
Al párroco Lubencio le gustaba que su hermana Blandina le cortara las uñas. Cuando lo hacía, él cerraba los ojos y se abandonaba en un placentero letargo. Blandina y Lubencio nunca hablaban de sus juventudes, ni siquiera cuando tomaban juntos infusiones de camomilla, en las largas tardes del verano, bajo la sombra de los carbayos, en el pequeño huerto rectoral.
Blandina San Juan recordaba estos hechos como una historia ajena (como aquellas que cantaban, látigo en mano, los jacareros, de pueblo en pueblo). Su hermano nunca le había echado en cara aquel descuido. En cuarenta y tres años ni un solo comentario, ni la más leve alusión.
Blandina San Juan cuidaba de su hermano (más o menos) desde la época en que el rey Alfonso XII inaugurara el camino de hierro que atravesaba el puerto. Fue el castigo de sus padres por el hijo que le hicieron unos soldados, en un abrir y cerrar de ojos, detrás de la casa, sobre un carro, una de esas noches de luna impertinente. El niño murió a los pocos días de nacer de una alferecía incompasible contra la que nada pudieron las gotas de agua en cuchara de plata, los polvos de raíz de valeriana o ... (ver texto completo)
-Amén Jesús.
Al cura Lubencio le cortaba las uñas de los pies su hermana Blandina. También le rascaba la espalda con un cepillo de púas de cardecha, le aplicaba apósitos de agua bendita con saliva y laurel hervido, cuando le estallaba la cabeza, y le sorrapeaba la hierba y la cera de los oidos con palillos de avellano.
-Amén Jesús.
-Tacito pede mors venit quia ita Deo placuit.
-No diga eso, señor cura, que el señor pudiera oírle y hacerle caso.
-No se tenia que morir usted nunca, Felicia.
-Sí señor.
-Candidi soles.
-Buenos días don Lubencio.
Don Lubencio San Juan, cura párroco de Peñafonte, entró presuroso en la Ermita, hizo la genuflexión y paso a la sacristia.
Un rayo de sol, frágil y deescaído, se posó sobre el atril deshaciendo la pátina del bronce y despertando esquirlas de polvo arcaico.
María Felicia se acaricio el bocio y lanzó una mirada suplicante a San Roque, que soportaba lánguido, junto a su perro indolente, el paso del tiempo.
-Puede que sea este viento escarión que se está levantando y que todo lo resquebraja, arruga las miradas y provoca figuraciones. También puede ser que se me esté yendo el olfato y confunda el tufillo del azufre con la fragancia de las dedaleras.
Mientras buscaba en los cajones de la sacristía la casulla y la estola adecuadas, parecía barruntar un cierto efluvio de agua de azufre (de esos que vuelven las cosas diáfanas y sin ningún misterio).
La familiaridad de Felicia con la tragedia había hecho que disfrutara de un peculiar olfato para presentirla.
- ¿Sabes lo que te digo, Blandina?, que el Señor, a la hora de repartir, se olvida de los nombres, pero es natural al ser tantos y tan esparcidos.
Estas fueron algunas de las desgracias que María Felicias sobrellevó siempre con cristiana resignación. Ella seguía confiando en la infinita bondad de Dios. Con su amiga Blandina, hermana del cura Lubencio, compartía novcenas y tareas domésticas.
La vieja llevaba muchos años comulgando todos los dias, hecho que no evitó que en su casa se cebara la Huestia. Un hijo de cinco años se le murió de garrotillo, bañado en sudor y con un sofoco patético que hizo perder el conocimiento a los monaguillos del cura Lubencio, que esparcieron por el suelo cirios y santos óleos. A otro hijo, que padecia del mal del aire, se le aplastó el cráneo contra un peñasco, al caerse de un burro, un diecisiete de enero, durante la ofrenda de animales a San Antón. Tambien ... (ver texto completo)
-El agua que corre bajo los nogales o la que sale de las minas de azogue y también, por supuesto, la ingestión en exceso de pan ácimo, provocan bocio. Y esto se sabe desde siempre, querida prima Felicia.
La octogenaria María Felicia, viuda de Belarmino Tablón, tenía un bocio blando e insolente que llavaba con pasmosa ductilidad. El viejo Tomás Chanzaina (truchimán incansable de signos diversos) aseguraba que bocio tan arrogante era consecuencia, sin ninguna duda, de tanta comunión.
-Une sus almas, Señor, a la vez que sus cuerpos, y hazlos, a ellos y a sus hijos, temerosos de ti y de tu santa palabra.
La viuda y beata Maria Felicia era quien se encargaba de arrancar el musgo del pórtico, de reponer el aceite de las lamparillas y de cambiar las flores de los jarrones.
-Une sus almas, Señor, a la vez que sus cuerpos, y hazlos, a ellos y a sus hijos, temerosos de ti y de tu santa palabra.