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Mensajes de TURON (Asturias) enviados por José Mel Z..L.:

Jose me encanta gracias
Hola Carmen Maria, me alegro de que te guste, si tienes paciencia para leerla completa, te aseguro que te gustara, pues esta muy bien.
- ¡Niñas! podéis llamar a las mozas de los alfileres.
Mientras su madre le ceñia el vestido y sus hermanas, Aida y Soledad, revoloteaban por la sala registréndolo todo, Clara Luz dejaba vagar su pensamiento, tejía quimeras, alumbraba sueños en los que Juan rozaba sus labios y ella saltaba descalza ordenando las cosas en una casa limpia.
-Debes ser, hija, astuta y dulce a la vez. Y no te olvides jamás de reponer cada mañana el agua de los cántaros, pues el mantenerla fresca ahuyenta los infortunios.
Práxedes Moro intentaba colocarle a su hija las ballenas de la cotilla de lienzo y, mientras lo hacía, mascullaba rogativas viejas.
Era un día indeciso. En el cielo luchaban la lluvia y el sol. El aire se tornaba incierto. En días así gustaban de trinar los ruiseñores, se casaban las raposas y hacían el amor las hadas. También, en días así, a la abuela Amgustias la atormentaba la rabadilla.
-Pues sabras tú que el cura Lubencio nunca sale al patio rectoral a recitar el breviario en noche que cambie la luna, pues una vez que así lo hizo (laudate nomen Domini) se le quedó la voz ronca, como un lamento de alma en pena en noche de lluvia, y así anduvo mucho tiempo, sin que le sirvieran de nada los gargarismos de salvia y de malvavisco, hasta que su hermana Blandina lo hizo recitar las Visperas chupando una moneda de plata, que hubo de pedir prestada a don Porfirio (que en paz descanse).
-Dice el cura Lubencio, que el papa Benedicto (santificado sea) aseguraba que para lograr el cielo era menester desatender los engañosos agüeros, desoír como falsos presagios los plañidos de las alimañas y los murmurios del bosque y desdeñar las creencias en esos diosecillos minusculos que se esconden bajo las piedras del patio, sobre las polvorientas artesas del deesván o en el borbollar de las fuentes. Y tambien asegura el cura que el papa Benedicto (santificado sea) ordenaba enterrar los paganos ... (ver texto completo)
Aquel 12 de octubre, festividad de San Onofre, anacoreta, año séptimo de la Dictadura del marqués de Estrella (que el cielo juzgue su esperpéntica osadia), era un día propicio para pendencias de duendes, algazaras de súcubos y grescas de diablos.
A Práxedes Moro le gustaba suscitar la codicia de las xanas y provocar la debilidad de los trasgos.
El vestido de novia reposaba extendido sobre la cama de níquel. Práxedes Moro separó la cortina y la habitación de su hija se llenó de blanco.
Mágicos nenúfares envolvieron su rostro de nieve y sintió borbollar, por primera vez, la fecundidad en sus huesos.
Clara Luz llenó el aguamanil de roble con el agua de rosas.
El viejo Tomás Chanzaina, a menudo hablaba en voz alta y, al hacerlo, desterraba con sus rugosas manos telarañas inciertas de sus ojos incoloros. Sus palabras, apodípticas, roncas, siempre algo desesperadas, rodaban por el lodazal del huerto hasta convertirse en barro.
-No es bueno que en un lugar como éste haya tanto silencio.
Estaba la mañana como aquel día en que su hija Amelia perdió el conocimiento y se marchó detrás de las monjas del Carmelo, dejándole allí solo, con las compotas de reineta sin envasar y las almorranas sangrándole sin fundamento.
Está mudo el aire y las nubes demasiado quietas para ser día de casamiento. Tampoco se oye cantar a los gallos.
El viejo Tomás presentía la fortuna de los días por el sabor del rocío.
Sí lo habia hecho el viejo Tomás Chenzaina, desde su huerto, por donde andaba viendo crecer los feutales.
Clara y Práxedes, absorbidas por los aprestos de la boda, no habian advertido el singular silencio de qaquel amanecer.
Los gallos charranes no cantaban en aquella mañana gris.
Entre vericuetos de nubes asomaban las primeras luces del alba.
Sonaba a lo lejos, como una caricia, el violín de Juan Jacobo Varela Caparina, el sobrino del maestro Conrado.
CAPITULO.... DOS.

Se andaba desperezando el pueblo entre ajetreos de duendes pisoteando el maiz y bajo un cielo de luto, dispuesto a romper aguas en cualquier momento.
Sonaba a lo lejos, como una caricia, el violín de Juan Jacobo Varela Caparina, el sobrino del maestro Conrado.
-Esta condenada luna no sabe una nunca de parte de quien está.
A Dulce Nombre le pareció dudosa la postura de la luna. Su luz inquieta mimbraba cada rincón con un cairel de tristeza.
La viuda cerró el portón y se quedó pensativa mirando la tranca. Al fin decidío colocarla y el ruido de la madera en las aldabas alboroto a los perezosos duendes de la noche, que dormitaban sobre el mullido de hojas, junto a las tapias de hiedra.
Salieron al patio cuando la luna cambiaba de postura. Se estaban descolocando las sombras del tilo.
Constantina estranguló contra el suelo una brutal carcajada.
-Y no olvides soltarte el pelo y agitar los párpados.
La viuda sonrió y la besó en la mejilla.
-Gracias, Dulce.
-Te daré un pure de algas y un trozo de jabón supremo Flores deL Campo, para que te laves con él cada rincón del cuerpo.
Pensaba Dulce Nombre que aquella mujer habría pasado, sin duda, por momentos difíciles. Su frente era transparente como un cristal tras el cual ya no corría la sangre, sino la niebla. Sus manos gesticulaban torpemente desperdigando arrugas por toda la sala. Llevaba un vestido de holandeta, obscuro, y un escapulario de la Virgen de Miravalles colgado al cuello.
-Si, lo sé.
-Pues a mi Laureano, cuando hay alguna boda en el pueblo, se le despiertan los sentimientos y se acuerda de nuestra luna de miel, en una pensión de El Valle, y le da por desatarme la ropa y revivir el momento. Por eso yo venía, presintiendo lo que se avecina, a ver si tuvieras algún perfume propicio, de esos que te mendan de Madrid.
-Si, lo sé.
-Sabrás que se casa la hija dee Prásedes con Juan Damasceno.
-Mujer, eso es que te quiere.
-Laureano es bueno y comprende mis desarreglos, pero a mí me remuerde la conciencia.
Dulce Nombre no sabía que Laureano Bayón le ponia los cuernos a Constantina con la afable María Gloria, madre de los mellizos. Tampoco Constantina lo sabía y se afanaba en vano por contener a su marido quien nunca protestaba ante tanta inconveniencia. (Nosotros sí lo sabemos, pero eso no tiene demasiado mérito)
Dulce Nombre pasó a Constantina a la sala y le puso una copita de jerez quina sonre la mesa y unas pastas de borona, hechas por Plácida Iglesias.
-Sí, eso ya me lo sé, pero no me atrevo con ello, porque dicen también que malogran los engendros y ya sabes que a pesar de que se me va pasando la edad aún tengo alguna esperanza.
-Lo que tienes que hacer, Constantina, es comer en abundancia, y buenas cosas, que tú puedes, y así no se te extraviaría tanto la mirada. Dice María Perpetua, la partera, que son buenas las infusiones de hojas y las sumidades floridas de la artemisa, recogidas en cuestas de ripio, machacadas con piedra de amolar y tomadas en ayunas.
-Tú estás siempre leyendo historias y seguro que conoces la mejor manera de colocar la mirada para que Laureano se encienda y no ande vagando por la casa, con la garlopa en la mano, como alma en pena.
A Constantina del Pino (mujer oficial del carpintero Laureano Bayón) le gustaba visitar, de vez en cuando, a la viuda de su primo Lázaro (que en paz descanse). Suponía la macilenta mujer, por una extraña combinación de pensamientos, que Dulce Nombre de María sabía mucho de las dulzuras del amor y de cómo arreglar los gestos para ganar la atención de los hombres.
Constantina del Pino tenía los huesos más indiscretos de Peñafonte. Un extraño mal le iba consumiendo, poco a poco, el cuerpo y el alma, y su mirada se le iba tornando melancólica y penetrante a medida que la piel perdía color.
Abrió el portón y el rostro demacrado de Constantina del Pino le dedico una sonrisa amarilla a la que ella respondió con sobresalto.
Podria ser Juan (pero él nunca entraba por la puerta), o el viejo Tomás, quien a veces traía compotas de manzana o de ciruela, o Alarico, con algún recado de Maura. Quizá sólo fuera el viento que a menudo jugaba con su soledad.
Sonó entonces la campanilla del portón y se fue a abrirlo.
-Más quisiera ser estrella que raiz de roble.