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Mensajes de TURON (Asturias) enviados por José Mel Z..L.:

-Está bien, Juan, lo que tú haces, para mí, siempre está bien. Y ahora permiteme que sople la vela. Ya no importa que incomoden los hechizos.
-Es que yo quisiera...
-Lo que tu has hecho, para mí siempre estuvo bien. No te pido nada mas alla de este momento.
Juan la miro algo asustado. Ella nunca levantaba la voz. Maria Dulce tomó la cabeza de él entre sus manos.
¡Nunca estuvo echada la tranca en el porton!
Pero tu marido hacia solo dos meses que...
Mira, Juan, yo no te pedí que saltaras las tapias como un fuetivo.
Anduve muy confuso, pero creo que ahora sé lo que quiero.
Yo no creo nada, sólo te quiero.
¿Y tu?
¿Crees de verdad que lo nuestro es imposible?
Yo quisiera que tu...
¡Monsergas! No necesito explicaciones brillantes. No te la he pedido.
Ya te dije que yo nunca tuve estrella y no puedo vivir siempre con este swabos a azufre en...
Lo sé, Juan, lo sé.
Es Clara, la hija de Rufo, el sindicalista.
Lo sé. Me lo dijo Maura.
Maria, tengo novia. Novia formal, ya sabes.
Recordó la noche en que Juan Damasceno tomó sus manos y la sentó frente a él, en el sillón aborrachado donde Lázaro Alonso repasaba las crónicas de los conciertos de Matilde Revenga. Aquella noche tenía Juan en el rostro un gesto insondable y sus ojos parecian mas negros que de costumbre.
La luz del farol se aposento en su regazo. La brisa era fresca y más fuerte el olor de la mejorana.
-En este pueblo anochece antes que en el resto del mundo.
El patio reposaba ya en el sosiego de la noche prematura.
La viuda sintio en el paladar el sabor del jerez quina La Enfermera adormeciéndole el aliento.
-Mira que si naces el treinta de enero y te dicen Aldegunda, como aquella criada que tuvo don Porfirio, el padre de Efrén Alonso, que se lavaba el sobaco y la entrepierna con agua de lluvia para evitar, decía, los escozores. O mira tu si naces el cinco de febrero y te ponen Calamanda, como a la madre de los hijos del cura Belarmino, que dio que hablar hasta en la mismisima Roma.
Dulce Nombre de Maria tuvo mucha suerte al nacer el doce de septiembre y de que su madre le pusiera el nombre que ese dia señalaba el santoral.
Peñafonte murmuraba extrañas credulidades a la hora de la cena. Mientras, la viuda Dulce seguía balanceándose sobre su mecedora de mimbre, tragandose toda la soledad de la noche.
-Esa huella que tú buscas, sin saberlo, esta mucho más allá de aquello que alcanza tu recuerdo. Quizá se pierda entre los antiguos desalientos de alguna mujer de niebla.
-Juan Damasceno, el hijo de tu vecina Úrsula, tiene la mirada perdida, nadie sabe donde. Recordarás que el dia que llego a Peñafonte andaba el cielo indeciso, igual que ahora, en vísperas de su casamiento con la hija de Rufo. Y recordarás también que aquel día, la partera Maria Perpetua lavaba a tu hijo Claudio, en el portal de tu casa, con infusión de flor de saúco. Tu hijo no aguantó la erisipela y se murió a los pocos dias de la llagada del hospiciano.
-Esa huella que tú buscas, sin saberlo, esta mucho más allá de aquello que alcanza tu recuerdo. Quizá se pierda entre los antiguos desalientos de alguna mujer de niebla.
Cada acto de su vida parecia ir encaminado a aplastar ese recuerdo que azotaba la sobrehaz de su alma. Pero, a la vez, Juan, buscaba, quizá sin saberlo, la huella de su infancia en cada paso que daba (que de contradicciones está hecha la sustancia del hombre y, dicen algunos, que nuestra existencia la llevamos en forma de doble actitud, pues es muy poco aquello de nosotros que controlamos y mucho lo que mediante urgencias o sorpresas vamos edescubriendo cada dia), que Juan Damasceno, cuanto más buscaba esa huella más la enterraba, pues andaba ya enredada, como lúpulo gigante, en lo mas profundo de su existencia. ... (ver texto completo)
Le pedía al cielo que enterrara ese recuerdo para siempre en el fondo de la mina, que lo confundiera con el borbollar del arroyo y se lo llevara lejos, hasta hacerlo desaparecer en el rugir de los rabiones.
No conseguía adormecer la imagen de aquellos huérfanos azules, enfermizos, con los dientes siempre castañeteando y en la mirada el pánico de los indigentes. Se veía alli, acurrucado, en un cuarto sin muebles, soñando formas calientes entre la escarcha de los cristales.
A Juan Damasceno (que así se llamaba por capricho del cura Lubencio, que fue quien lo sacó de la Casa de Expósitos para entregarselo en adopción al indulgente Frutos y a su esposa Úrsula) lo apesaraba en exceso su infancia hospiciana.
¿Sabes, Maria?, se me acerca el recuerdo de la monja cillerera afeitandose el bigote, frente a los cristales de la galería del refectorio, alla en el Hospicio
Espanta las culpas, si es que las hay, y los aleteos de los murciélagos y hasta puede que el Santo nos alargue la noche.
Parece que hiciéramos el amor en algun santuario.
Se amaron sobre la mecedora de mimbre, en las noches luminosas de verano, bajo el platear fantasma de la luna. Se amaron sobre la alfombre de vellorín, sintiendo el crepitar de las llamas, mientras afuera se desperezaba la niebla sobre el arroyo. Se amaron casi siempre en silencio, saboreando el revolotear rumorosa de la brisa entre la hiedra, sintiendo en la desnudez de sus cuerpos el ensueño de la noche. Se amaron con sutileza, bajo el flamear remiso de un pábilo de algodón que sobre un grueso ... (ver texto completo)
No necesitaron explicarse nada. Ni siquiera la necesidad de mantener la relación en secreto. Lázaro Alonso hacía sólo dos meses que habia muerto.
Fue un amor espeso, como las frondas de Cueto Morán, y furtivo, como los rayos de plata sobre los riscos blancos, en las noches de luna entera.
Flotaba aquel día en el aire el sopor del verano. Juan, allí subido, con el torso desnudo, hundiendo en la viuda sus ojos de carbón. Ella, serena, aguantando la mirada, apoyada en el tilo. Él saltó del tejado. Se acercó a ella. El sudor le nublaba las imágenes. Ella le limpió el sudor.
Retejando el caserón de Lazaro Alonso fue como conoció a la viuda Dulce.
Juan reparaba tejados, hacia escaños, herraba caballerías, escribia cartas y hasta podia traducir latin. Todo en los ratos libres que le dejaba la mina.
Mi estrella se nurió antes de que yo pudiera distinguirla. Por eso nunca pudo enseñarme nada.
-Tienes los besos azucarasdos, Mria Dulce, como los arandanos que brotan por el camino de Riofarta.
A Juan Damasceno Carralón Antayo no siempre se le entendía cuando hablaba, y eso que lo hacia despacio, como masticando cada palabra.
A la hermosa Dulce, que guardaba encerrada en sus ojos toda el agua del mar de su infancia, cuando se le entritecía el pensamiento, le apetecia mucho una copita de jerez quina La Enfermera, que guardaba en los anaqueles de fresno, en la alacena de la cocina.
-Tienes los besos azucarasdos, Mria Dulce, como los arandanos que brotan por el camino de Riofarta.
A la hermosa Dulce, que guardaba encerrada en sus ojos toda el agua del mar de su infancia, cuando se le entritecía el pensamiento, le apetecia mucho una copita de jerez quina La Enfermera, que guardaba en los anaqueles de fresno, en la alacena de la cocina.
La viuda se sirvio una copita de jerez que saboreo despacio.
En la cocina de Dulce Nombre, desde que muriera Lázaro Alonso, siempre olia a infusiones de milenrama y romero. Antes, el olor era a grasa de escopeta o al formol de las disecaciones.
Se levantó de la mecedora y se fue, bordeando la casa, hasta la puerta lateral que daba directamente a la cocina.
Allá, sobre las fuentes, al amparo de la Peña, las matas de castaños extienden sus raíces, que van royendo la tierra, mientras tú, ligustro inerte, contemplas, inmovil y solitario, cómo las tuyas se pudren, faltas de ánimo y con la savia muerta.
Cayó sobre ella el recuerdo de su padre, arremolinado entre los flecos de la luz cansina del farol.