Cada nombre de aquel pueblo de carbon y lluvia era como la cuenta gastada de una eterna letania que el cielo bisbiseaba sin cesar, desde los carrascos de la Peña Grande hasta los alamos del cementerio. Nadie podia escaparse a aquella humedad de azufre que enmohecia el alma y que solo de vez en cuando se veia intermitida por algun rayo de sol perezoso que lograba traspasar la marrida nubosidad del cielo y despertar asi, por un momento, la alegria en los cuerpos de gentes, animales y plantas (que cuerpos ... (ver texto completo)