Alconchel, a día 10 del mes de octubre de 1946
Mi mayor deseo es que al recibo de esta carta, os encontréis todos bien de salud – Fermina por haber leído ya otras cartas supo enseguida que era Antonio quien escribía – Nosotros ya bien, gracias a Dios. Digo ya, porque esta carta es para informaros de que a madre le dio un soplo hace quince días, del cual ya está curada. Solamente arrastra un poco el pié derecho y se le ha torcido un poquito la boca. Que sepas que cuando se encontró mal, te nombró mucho. Así que a ver si le escribes, Madre piensa que se va a morir, y dice que quisiera verte antes de irse. Ya ves cómo están las cosas. Yo considero que si se atreve a decir esas cosas es que no le va a pasar nada. Pues con sus supersticiones no ser atrevería a decirlas. Cuando escribas, pregunta por su salud pero no digas que yo te he prevenido. Ahora estoy trabajando con A. Rodríguez, en el cortijo de Río. Le estoy haciendo un pozo en la finca de “Las charcas” La cual, por fin, tras haber estado emperrado con A. Fuentes, logró comprársela por una imperiosa necesidad que este no pudo solucionar y que como te dije en anterior carta le llevó a la tumba.
Como todos sabemos, Antonio esperaba con esa compra unir sus dos cortijos, cosa que consiguió a muy alto precio. ¡Bien se burló de él el alcalde!
Si no hubiera sido por el problema de la niña gitana, yo creo que no le hubiera vendido nunca esa parcela. Ahora tu cuñado, anda cambiado con ella, y a oírlo, parece ser que es la mejor de sus dos cortijos. Pero con sus caprichos a mí me asegura trabajo. Aunque no se me olvida el trato que le tenía al pobrecito de padre y a madre.
¿Te dije que el edil murió? Yo creo que sí. Pero por si no te le escribí, que sepas que lo mató el vino Pitarra que bebía con exceso. ¡Chacho! Se ha quedado el pueblo medio vacío. Aquí solo quedan las cuatro comadres de siempre, con sus lutos de siempre, y sus Ora pro nobis de beatonas. Sin mentar, claro está, a nuestra madrecita que lleva el luto por padre y reza por todos nosotros de día como de noche. A consecuencias del deceso alcalderil, se ha elegido por unanimidad menos un voto (El de Ángel Sánchez) el secretario Antón Méndez. De una manera muy poco convencional, pero práctica en el fondo. Menos mal que no eligieron al tonto de capirote de Anginito. Porque con sus pamplinas nos hubiese desterrado a todos, por un quíteme allá esas pajas.
Sin más ganas de escribir por hoy, recibe un abrazo de tu hermano, que repartirás como buenamente Dios te dé a entender con tus Mujer e hijos, mis queridos sobrinos. Ya sabes que aquí en el pueblo, los que quedamos somos muy pobres, y no tenemos para tantos besuqueos.
Antonio Hernández Gonzáles.
Fermina se estuvo tanteando, si hacía desaparecer la carta, o si se la daba a Manolo. Temía que la carta fuese una treta de Antonio, que le decía esas cosas de su madre, para que fuera a verla al pueblo.
Y con los celos compulsivos de la celosa extremeña, pensaba, que de paso iría a ver a sus “amiguitas” de toda la vida. Así como a aquella niña rubia de piernecitas deformes que la gente pretendía era hija suya, y él negaba rotundamente. Luego pensó que si Carlota moría y Manolo tendría que ir al entierro, forzosamente los hermanos hablarían entre sí, de las cartas enviadas y de las que se habían perdido.
Después de sopesar los pro y los contra, Se decidió por dársela y, aunque le costó volverla a meter en el sobre húmedo, y re pegarla a puñetazos, así lo hizo. La prensó debajo de la plancha para que con el poco calor remanente secara y se pusiera tiesa.. Para eso, calentó la plancha de carbón en el infiernillo y cuando le pareció que estaba bien, se la puso al sobre encima. Vino la Escolástica y le pidió una pinta de colonia de “olores de oriente”, para quitarle el olor a caca a su cuñada la Fina, que se había caído en la fosa séptica cuando hacía sus... encima de la tabla que estaba podrida de las emanaciones. Fermina se rió mucho del percance de aquella tontorrona que además de fea, ahora no olía precisamente a rosas. Vino la Antonia a por un poquito de aceite para hacerle un ajiaceite a su carretero de marido. La vecina de detrás se asomó a empaparse de lo qué pasaba; y cuando se acordó Fermina de que la carta estaba debajo de la plancha, grito:
¬ ¡Ay! ¡La carta se habrá achicharrado!
La plancha que no estaba excesivamente caliente, seguía encima de la carta. Con lo cual la misiva y el sobre se secaron, se entiesaron y se resecaron hasta tomar un color pardusco y una consistencia quebradiza. No pensó Fermina que Manolo advirtiera tantos detalles, cuando se la diera de un aire “como quien no quiere la cosa”. Pensaba decirle: “Manolo: Ahí tienes esa carta que me parece que viene del pueblo y que debe haber viajado encima de la caldera del tren. También pensó que las noticias de su suegra y sus achaques le harían olvidar otros detalles, como las quemazones del sobre y lo reseco del papel. Manolo ya le había reñido en otras ocasiones por haberle abierto sus cartas, hasta decirle que la iba a denunciar por violación de su vida privada, con lo que sólo había conseguido que sospechara aún más de él, y se las abriera todas.
Con todo, hoy, venía contento; porque el maquinista de la Hispano Suiza había faltado al tajo por enésima vez, y él lo había sustituido sobre la marcha, pasando de la pala a la cabina de aquel trencillo que tanto le había hecho soñar. Como diera la casualidad, que por sus muchos años la Hispano Suiza tenía sus caprichos, y ya había fallado los días anteriores; no fue para menos que esta mañana se encasquillara en mitad del primer viaje.
Saltos de rabia daba encargado que no veía cómo paliar la falta del chofer.
Los años de conducción de coches hispanos Suiza durante el ejército de Manolo, le sirvieron entonces:
¬Será “el demarré” que se ha desfasado decía buscando en las tripas del armatoste.
¬ ¡Ah! ¿Pero usted sabe de mecánica?
¬ ¡Hombre! Tanto como saber... Algo sé. Algo es algo, pero no sé si daré con ese algo que se ha encasquillado.
¬Pues si quiere usted el puesto, encuéntrelo, arregle este cacharro y consiga acarrear tanta arena que no puedan aterrizar hoy los aviones y el puesto es suyo.
Tuvo suerte ese día el Señor Manolo: No era el “Demarré” como había dicho. Pero se le ocurrió mirar dentro del baso, donde se depositan las impurezas del carburante, y como lo ve embarrado, lo desmonta, lo limpia, lo vuelve a poner en su sitio, y pidiendo al ayudante que tapara el carburador con una mano, le da al encendido y la máquina arranca al primer intento.
La preocupación del encargado se cambió en una amplia sonrisa
¬ ¡Hombre! ¿Por qué no me ha dicho antes que usted se entendía de mecánica? Con las peleas que tengo echadas con ese gandul que viene un día sí, otro no...
¬ Jefe, se lo vengo diciendo desde que me destinaron a esta brigada. Lo que pasa es que usted ni me entendía ni me veía. Le he dicho un montón de veces, que yo, cuando estaba en el ejército...
¬ ¡Ah, ya! Usted es ese “Rojillo” Redomado sabiondo, que sirvió con Azaña.
¬No llegué a tanto hombre.
¬Bueno, como sea, el puesto es suyo. Pero como diga algo en contra del Régimen o de Franco, o me falte un solo día...
Así que por una vez, el señor Manolo venía sin “aquel temor al regresar a casa” como había escrito una vez en una acertada poesía.
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