Estuve varios días rumiando lo que Manolo me había dicho sobre el grosor de los zurullos, intentando disipar unas dudas más que razonables pues yo pensaba que tendría que ver más con el tamaño de la persona obrante que con el género de la misma. Yo razonaba que si los gordos tenían las manos más grandes y los culos inmensos, los ojetes también deberían ser mayores, y a mayor diámetro debían corresponder chorizos más gordos. Aunque a mí no se me ocultaba algunas diferencias obvias entre hombres y mujeres, me decía que si las mujeres no tenían las narices más grandes que los hombres, ¿por qué los ojos del culo iban a ser una excepción?. Fue un tema que me preocupó durante bastante tiempo ya que no sabía como salir de dudas y, además, me reprochaba dudar de lo dicho por Manolo.
En un pueblo de gente tan atareada no abundaban los gordos. Los dos únicos gordos del pueblo eran doña Ángeles y Manolón que vivían en frente de nuestra casa al otro lado de la carretera juntamente con su hermana Nela. Yo no había visto a Manolón nunca rondar por El Salgueral, que era donde los de aquel barrio solíamos tener nuestro rincón para hacer de vientre. Doña Ángeles no salía nunca de casa por lo que llegué a la conclusión de que todos los habitantes de la casa hacían sus necesidades siempre en casa. Era una época en la que las mesillas de noche tenían como finalidad principal alojar el orinal o bacinilla, que se volcaba en un cubo de porcelana con tapa que todos los días Nela portaba hasta el río, al pie de nuestra huerta, para vaciar la cosecha diaria de pises y cacas. Yo entonces ya empezaba a saber de quebrados y un día me puse a elucubrar con lápiz y papel como averiguar si la teoría cierta era la del primo Manolo o la mía. Si la teoría de Manolo era cierta, en el cubo de Nela debía haber dos tercios de zurullos gordos correspondientes a las dos mujeres de la casa, Nela y doña Ángeles. Claro que si yo tenía razón, los dos tercios de chorizos gruesos podían corresponder a Manolón y doña Ángeles que eran gordos. Y también podría ser que los tres tercios fueran gruesos, dos tercios por mujeres y el otro por gordo, con lo que las dos teorías serían igualmente ciertas. Desanimado por unos resultados teóricos tan confusos decidí hacer una observación directa por si me aclaraba un poco las cosas, porque perfectamente me podría encontrar solo con chorizos más bien delgados con lo que ninguna de las teorías sería cierta. Al día siguiente me aposté al lado de los salgueros del final de la huerta y esperé impaciente a que llegara Nela para ver sin ser visto. Llegó puntual, se puso en cuclillas y vació en el río el contenido del cubo en el que no pude distinguir piezas enteras que me sacaran de dudas pues, con el bamboleo que imprimían sus enormes caderas al cubo y lo desigual del cauce pedregoso y seco del río Baltaín por donde transitaba, todo era una mezcolanza de orines y zurullos desmembrados que rápidamente fueron arrastrados por el agua y no pude llegar a conclusiones válidas. Mientras Nela arrancaba un terrón arenoso de la orilla para fregotear el interior del cubo me volví en silencio hacía la casa, intentando fijar en mi memoria de forma indeleble que jamás debía de darle a Nela la mano que empleaba a diario en aquellos menesteres. Ante la falta de pruebas concluyentes, decidí dar por buena la teoría de mi primo Manolo e incorporar a mi acervo aquel conocimiento que me permitía con un simple vistazo saber si el autor de una defecación había sido hombre o mujer. Con conocimientos como este se va uno preparando para bandearse en la vida.
Siguiendo el ejemplo de alguno de sus hermanos mayores, con catorce años se fue a Barcelona a ganarse la vida. Da miedo pensar en un chico de catorce años, que probablemente no había salido nunca de Omaña, ir a la ventura en busca de trabajo con la convicción de que las cosas le irían mejor que siguiendo la rutina de siglos como campesino omañés. No recuerdo haber comentado con él si se habían cumplido sus expectativas. Yo me quedé sin mentor que me guiase en los conocimientos precisos para estar a la altura de los lugareños y en los secretos de la vida que empiezan a desasosegarnos a edad temprana. A partir de entonces Manolo volvía por Vega de forma fugaz y de tarde en tarde, ocasiones en las que yo me ponía como antaño en la posición de primo pequeño, aunque con algo más de fuerza física y experimentado. Recuerdo que en una de estas ocasiones le acompañé hasta Aguasmestas en bicicleta, no se si para ver las truchas del pozo del comienzo de la Fontanina o para qué. A la vuelta íbamos en fila por la orillita de la carretera donde había menos piedras sueltas, Manolo delante como correspondía a su grado. En un descuido mío, rocé con mi rueda delantera la suya de atrás y los dos nos fuimos al suelo. Yo no recuerdo haberme hecho casi nada, pero cuando Manolo tuvo que regresar a Barcelona aún no se le habían caído las postillas de las heridas que se hizo en las manos. Creo que no le volví a ver más por Vega, aunque confío que no tuviera nada que ver con el incidente ciclista.
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