¿De que signo ó filosofía es la tuya y por que?
Yo me acabo de leer el articulo de Cesar Vidal que adjunto mas abajo y me ha dejado claro cual es la ideología de gobierno menos mala y la peor de la que qudan ya muy pocos países oprimidos por ella.
Creo que es un tema apasionante y me gustaría contradijeras con todas vuestras fuerzas los argumentos de Cesar Vidal para aclarármelo un poco más si cabe, pero con argumentos y razonamiento, sin caer en el tópico fácil y populista de que es un escritor facha y clericalista.
Gracias y espero que os guste el reto:
Por qué la izquierda está muerta o siete razones para abandonarla según experiencias y razonamiento de Cesar Vidal:
Sospecho que para indicar por qué abandoné la izquierda debo hacer un poco de historia, aunque sea de la pequeña y personal. Mi simpatía e identificación con la izquierda se produjo en la adolescencia.
Me repugnaba ciertamente el comunismo, en especial por la lectura de los disidentes rusos y — ¿cómo no?— del Archipiélago Gulag y otras obras de Alexander Solzhenitsyn, pero creía en la posibilidad de una izquierda que no necesariamente fuera totalitaria ni apoyada en la política de bloques existente entonces. De manera más o menos difusa, me identificaba con el modelo socialdemócrata sueco, el de una izquierda supuestamente democrática, neutral y pacifista en el plano internacional y partidaria de todas las causas que yo consideraba nobles.
Por supuesto, me entusiasmé como tantos —tantísimos— otros con la revolución sandinista en Nicaragua. A mi juicio, aquella era una clara manifestación de que todavía las revoluciones resultaban posibles, de que un pequeño David revolucionario podría enfrentarse con el terrible Goliat yanqui y de que era viable un sistema socialista con pluralidad de partidos y sin depender de la URSS o de China. Mi entusiasmo por la experiencia sandinista duró justo hasta que visité Nicaragua. Porque lo que descubrí en el país centroamericano fue una dictadura no por sutil menos repugnante que la soviética.
Los sandinistas oprimían al pueblo de la misma manera cruel y despiadada que mis odiados esbirros de la NKVD y el KGB. Habían creado un sistema en el que la Nomenklatura —como siempre— disfrutaba de lo mejor mientras el pueblo pasaba hambre, eso sí, atiborrado a todas horas de una propaganda estúpida que les convencía de que sus miserias no se debían a las pésimas consecuencias del socialismo sino a la acción del imperialismo.
A la asfixiante falta de libertad y al torrente de la efectiva propaganda para subnormales —nunca había yo vivido nada semejante ni siquiera en la España de Franco— se sumaba la creación de un sistema en el que podían existir otros partidos políticos, pero sin que semejante circunstancia significara nada porque todo el control estaba en manos de los sandinistas. Ah, y de tercera vía, nada de nada. Las únicas publicaciones que se veían en Nicaragua eran de origen soviético y los colaboradores eran gente, mayoritariamente, procedente de las dictaduras del Pacto de Varsovia. Aquello era lo denunciado por Solzhenitsyn, pero más sutil.
Harto y asqueado de la experiencia nicaragüense, estaba yo mostrando mi pasaporte en el aeropuerto de Managua cuando escuché detrás de mí una voz cuyo acento era español y quizá incluso de Madrid. Me giré sobre mí mismo y le pregunté al respecto. Efectivamente, era español. La espera se adivinaba larga y, en la soledad de la sala, comenzó a contarme su experiencia.
Había pasado las últimas semanas colaborando con el gobierno sandinista. Su salario lo pagaba en dólares una comunidad autónoma aunque, en teoría, aquel era un proyecto clandestino que no debía conocerse.
Y, tras revelarme el secreto de su misión, comenzó a cantarme las loas de la revolución sandinista que él había vivido situado en las alturas del poder.
Soporté con paciencia aquel chorro de propaganda hasta que, al final, el enviado clandestino de un gobierno autonómico progre me hizo referencia a lo barata que era la vida en Nicaragua. Había yo sufrido con el pueblo la miseria literal ocasionada por el socialismo nicaragüense y aquella referencia a lo fácil de la existencia encendió en mí una luz de alarma.
«Anoche», me dijo entusiasmado, «fuimos a comer seis personas a… Unos camarones, unos filetes, unas cervecitas y nos costó… Vamos, por eso en España, no cena ni una persona». Tuve que hacer un serio esfuerzo para no acordarme de la madre que había traído al mundo a mi interlocutor, al presidente autonómico que lo financiaba y al mismísimo Karl Marx. Por el contrario, con el tono más sosegado posible, le dije: « ¿O sea que la cena de cada uno de ustedes costó algo más de seis meses de salario de un obrero nicaragüense?». Nuestra conversación no duró mucho más —salió él para la Habana y yo para Bogotá— pero creo que había quedado de manifiesto lo que era la izquierda, lo que siempre ha sido la izquierda. Mientras la gente de abajo padece el hambre, la opresión y la falta de libertad, la Nomenklatura vive de una manera que hubieran envidiado muchos burgueses.
Al mismo tiempo, no faltan gobiernos occidentales que desvían fondos de los contribuyentes para sustentar dictaduras de cuyas mieles disfrutan en viajes organizados que los convencen de las virtudes de la revolución cuando, en realidad, tan sólo sirven a la tiranía. En los años siguientes, viví experiencias semejantes una y otra vez.
Sin embargo, aquel viaje a Nicaragua no significó todavía la ruptura. Sí lo fue —para disgusto de mis amigos— el final de mi apoyo a personajes repugnantes como Daniel Ortega o Fidel Castro, pero todavía conservaba una tibia fe en que la izquierda en España podía ser diferente. Aquí debo agradecer a Felipe González y sus años de gobierno socialista que me permitieran ver la luz. El legado de aquella izquierda fue la corrupción más espectacular de la historia de España, una gestión económica deplorable vinculada a millones de parados, un intento encarnizado de domesticar las libertades lo mismo vulnerando la independencia del poder judicial que acosando a los medios de comunicación independientes y un desprecio absoluto por la legalidad que tuvo, entre otras consecuencias, la articulación del terrorismo de Estado de los GAL.
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