El relato de Caperucita, que tantas veces hemos escuchado en nuestra infancia, está plagado de errores, de medias verdades y algunas falsedades flagarantes. Creo que ya es hora de aclarar conceptos, corregir errores y poner los puntos sobre las ies.
Caperucita había crecido, en realidad era ya una mocita en edad de merecer y en nigún caso la niñita angelical e indefensa que nos presenta el relato. Por lo general, tenemos grabada en la retina una imagen idílica: Una niña que cruza el bosque, un cesto cubierto por un paño que cuelga de un brazo y presuntamente en el interior, alimentos para la abuelita. ¡Todo falso! El cesto estaba vacio, si, si, habeis leido bien, vacio. El cesto lo utilizaba no para llevar cosas, sino para volver con cosas. Cuando llegaba a la casa de la abuela y durante el tiempo que pasaba con ella es verdad que le prodigaba muchas carantoñas y arrumacos, porque eso sí, era muy zalamera, pero antes de marcharse esquilmaba la despensa, llenaba el cesto con lo que encontraba en cajones y alacenas, desde frutas y hortalizas hasta dulces elaborados por la abuela, tales como torrijas, dulce de membrillo o las riquisimas yemas de Santa Teresa, cualquier cosa corria el peligro de ir a parar al cesto.
No pretendo con esto demonizar a la muchacha, se trata de descubrir la verdad y evitar que se cuelgue medallas que no merece, porque si en esta historia hay alguna heroina es sin ninguna duda la abuela, ella es la que merece los honores y las medallas. Es de justicia dar a Dios lo que es de Dios y al Cesar lo que es del Cesar, llamar al pan, pan y al vino, vino.
En cuanto a lo que ocurrio en casa de la abuela con el lobo, el cazador, Caperucita y la propia abuela merece un cápitulo aparte.
Saludos
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